Comienza aquí una serie de posts en los que Alberto Haj-Saleh escribirá sobre las obras literarias que le gustaría poder adaptar al cine o a la televisión.
Acababa de terminar el verano de 2018 cuando, en un viaje en coche, mi amigo el escritor Francisco Serrano, que me hacía de copiloto, me dijo “se me ha ocurrido el primer capítulo de una historia del oeste”. Francisco no conduce pero suele hacerme de escudero las pocas veces que cojo un coche, y siempre me cuenta historias. Películas que ha visto, libros que ha leído o, como en este caso, historias que se le han ocurrido.
Por eso cuando año y medio después asistí en la Librería La Sombra, en pleno Barrio de las Letras de Madrid, a la presentación de la novela En la costa desaparecida (Ed. Episkaia), lo primero que quería comprobar a toda costa era si las primeras páginas de las cuatrocientas y pico que tiene el libro contenían aquella historia que me contó camino de Alcorcón dieciséis meses antes.
Y sí, allí estaba casi palabra por palabra la historia del ex delincuente Sonny Fletcher, fugado del penal de Yuma, que huía a México para ser trampero e iniciar una nueva vida. Y de cómo en un alto casual en el camino, en el pueblo de Coppercreek, se topa de bruces con el cortejo fúnebre del sheriff local, asesinado en una reyerta de borrachos. Y, sobre todo, cómo al ver el rostro de la viuda, Clara Hopper, la reconoce y se da cuenta de que tiene que volver a reunir a su antigua banda de forajidos, la banda de Chuck Kerrigan, y que ya nunca podrá ser trampero en ninguna parte.
Dice en la nota final el autor que el oeste norteamericano de finales del siglo XIX por el que transcurre En la costa desaparecida es un territorio mítico, un espacio que un extremeño como él solo ha podido construir alejándose de la rigurosidad histórica y geográfica y abrazando la realidad reconstruida que nos han dado centenares de películas y novelas pobladas de vaqueros, bandidos e indios. La Arizona soñada, dice él. Un paisaje que se erige seguramente como principal protagonista de esta historia, y la violencia que conlleva su propia idiosincrasia.
Decía Francisco Serrano en la presentación en La Sombra que una de sus películas preferidas de los últimos años, Winter’s Bone (2010, guión de Debra Granik y Anne Rossellini), era un western contemporáneo que sin ningún tipo de alarde o subrayado colocaba como protagonista absoluta a una adolescente de dieciséis años. Ese es el primer gran acierto de En la costa desaparecida: es un western clásico, reconocible, que transcurre en Arizona en 1898, pero cuya protagonista principal es una mujer joven secundada por un muchacho espigado. Reconocible no tiene que significar obvio.
La lectura audiovisual, representar mentalmente las imágenes de esta novela, es inevitable para cualquiera que haya visto al menos un par de películas del oeste en su vida. Sin embargo, para un guionista En la costa desaparecida es una pequeña pesadilla: todas y cada una de las infinitas ramificaciones que presenta el autor en la historia son susceptibles de ser filmadas. Si tuviera que hacer una película, y solo una, elegiría la trama que plantea el capítulo inicial, la que lleva a Sonny Fletcher a reunir a una banda mítica de bandoleros para un último gran enfrentamiento y la de la viuda del sheriff Hopper y su ajuste de cuentas con un pasado que se adivina terrible desde las primeras páginas. Sonny Fletcher, el tahúr, se mueve como un fantasma a lo largo del estado de Arizona, como le ocurre al Anton Chigurh de No es país para viejos (ay, Cormac McCarthy, lo que se aparece su espíritu en esta novela), una figura que sirve como catalizadora de ambos mundos, el de la violencia de la banda de Chuck Kerrigan y el del orden y la legalidad del rancho Hopper.
Sin embargo esta novela a lo que abre la puerta es a una miniserie, o mejor, a un conjunto de miniseries antológicas unidas por el espacio y el tema, como hacen True Detective, American Horror Story e incluso, desde cierto punto de vista, La Peste de Alberto Rodríguez y Rafael Cobos. Francisco Serrano le dedica espacio y páginas a cada uno de los elementos de la novela: a los miembros de la banda de Kerrigan (tan interesantes son las historias que cuenta de ellos, como las del indio Elías Venzala o la del viejo Billy Oso, como las que solo apunta brevemente); al otro protagonista de la misma junto con Sonny Fletcher y Clara Hopper, el muchacho ayudante del sheriff Andrew Velt; incluso la propia historia de la fundación del pueblo de Coppercreek, una decena de páginas magníficas que te hacen desear otra novela solo dedicada a eso.
Pero sobre todo una miniserie permitiría hacer justicia al tiempo y la paciencia con la que Serrano aborda cada una de las escenas de acción, los duelos, las esperas, el mismo clímax, donde no se ahorra un minuto de tensión antes del estallido de violencia. El autor dibuja con minuciosidad cada esquina del paisaje, con un lenguaje amplio y preciso, creando un efecto inmersivo que difícilmente una hora y media en pantalla podría conseguir.
Tal vez En la costa desaparecida no sea una pesadilla para un guionista, sino una bendición: en sus poco más de cuatrocientas páginas están contenidas cuatro o cinco series de televisión espléndidas que cualquiera querría escribir. La Arizona de Francisco Serrano es la Arizona soñada, pero en ella habitamos todos nosotros y nuestras historias.
LA ESCENA QUE HAY QUE RODAR: Como buen western de aire clásico En la costa desaparecida tiene un clímax de gran tiroteo. En The hurt locker, Katherine Bigelow, Jeremy Renner y Anthony Mackie tienen un duelo seco y silencioso con varios combatientes iraquíes atrincherados en una casa en medio de un paraje desértico. Esa tensión polvorienta de espera insoportable es la que intentaría conseguir aquí: que el “aún no pasa nada” eleve la taquicardia del espectador.
EL CASTING: ¿Tengo dinero infinito y esto es una coproducción internacional? Dejadme entonces que contrate a Rooney Mara y su cara indescifrable para hacer de Clara Hooper, a la seriedad de Lucas Hedges para ser el joven Ayudante del Sheriff Andrew Velt, y a un Paul Dano desorejado para darle toda la turbiedad y ambigüedad no exenta de atractivo que pide Sonny Fletcher. Y no se me ocurre otro que Jeff Bridges para personificar al enorme y fantasmal Chuck Kerrigan, demoníaco jefe de la banda de forajidos.
Alberto Haj-Saleh es periodista, escritor y editor. Fue editor jefe de la revista digital Libro de Notas durante siete años, además de columnista de cine y teatro. Ha guionizado y co-presentado el magazine literario “El último moyano” cada domingo durante tres años en la emisora M21 Radio y desde 2019 trabaja como editor para Libros del K.O.
Fotografías de Ana Álvarez Prada.
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