José K, terrorista, ha escondido una bomba en la Gran Plaza de la capital de su país y la ha programado para que estalle durante el evento principal de la fiesta nacional más importante, al que asistirán las principales figuras del panorama político junto con decenas de miles de personas.
Pero José K ha sido arrestado. La Policía dispone de muy poco tiempo para conseguir que él confiese dónde está colocado el artefacto. ¿Sería lícito, en un caso así, torturar al detenido si al hacerle hablar fuera posible evitar la masacre?
Este dilema es el punto de partida de “José K, torturado”, un polémico texto de Javier Ortiz que se estrenó en el Teatro de la Abadía el pasado 21 de febrero.
Al entrar en la sala, cuatro potentes focos iluminan la zona central del patio de butacas dejando el escenario sumido en total oscuridad. No hay telón, no hay paneles, no hay nada. Solo luz de un lado y el oscuro más absoluto del otro.
Poco después de apagarse las luces, un violento golpe de sonido sobresalta al espectador. A medida que el escenario se va iluminando despacio, en su centro empiezan a intuirse las líneas de una caja cúbica de metacrilato en cuyo interior hay un hombre desnudo sentado en un retrete con las manos a la espalda, esposado. En último término, será proyectado hasta el final de la función un enorme primer plano de su cara.
El protagonista empieza repitiéndose a sí mismo varias veces “Me llamo José. José K. Mi apellido no importa. He sido torturado”. El estado lamentable de su cara ensangrentada parece confirmarlo. Durante los aproximadamente 70 minutos que dura la función, se recordará su nombre de nuevo mientras recuerda su pasado, a sus numerosas víctimas, a las personas que se han cruzado en su camino…
Las tenues luces que apenas iluminan el interior del cubo transparente en que se encuentra retenido por las fuerzas de seguridad marcan el pegajoso paso del tiempo y la crueldad de su tortura con varios cambios de color e intensidad: a veces son blancas y muy brillantes y le ciegan; otras son azules y suaves; en momentos puntuales, incluso se apagan por completo y le dejan sumido en oscuridad y silencio.
José recuerda cómo fue captado, habla de la soledad de su vida como terrorista y de su desconfianza al conocer a personas nuevas. Explica sus porqués. Defiende la destrucción de un sistema que califica como nocivo y contaminado. Y se muestra decidido a aguantar cualquier tipo de tortura el tiempo necesario para que la bomba explote y su misión sea un éxito.
El dilema planteado es incómodo. ¿Está justificado torturar a un ser humano si así se consigue salvar las vidas de decenas de personas y evitar una tragedia? ¿Vale menos la vida de un terrorista? ¿Tiene razón José K y todos somos cómplices con nuestro silencio de las crueldades que él denuncia? ¿Es lícito que este tipo de torturas sigan teniendo lugar todavía hoy en países desarrollados? ¿El fin siempre justifica los medios?
A José K le da vida el actor Iván Hermes, cuya interpretación del terrorista supone un reto físico notable y un duro viaje emocional en el que su cuerpo tiene que trabajar con técnica teatral casi de espaldas al público y su rostro, ceñido al reducido espacio del primer plano del cine, debe responder a las exigencias de la interpretación ante la cámara. Iván consigue, además, que en ocasiones entendamos las motivaciones de José K para hacer lo que hace y que comprendamos por qué defiende lo que defiende. José dice que es necesario destruir primero para poder construir después. Dice que la violencia es la comadrona de la Historia. Y responsabiliza a la sociedad, al poder establecido, al mundo del hecho de haberse visto obligado a matar a inocentes como parte inevitable de su lucha. Sin llegar a sentir culpa, sí reconoce -recordando un poco a Macbeth- que los primeros muertos fueron los peores, “los primeros muertos se te aparecen; luego todos los muertos son ya el mismo muerto”.
El origen del texto está en una intervención de Javier Ortiz en las Jornadas “Diez años contra la tortura”, organizadas por la Asociación Contra la Tortura en el Centro Cultural Conde Duque, en Madrid, el 29 de marzo de 1996. El periodista planteó al público presente la hipotética situación con la que arranca esta función. ¿El resultado? Varios de los asistentes decidieron abandonar la sala indignados y algunos incluso le insultaron.
El espectáculo, sin duda, pone el dedo en la llaga. Es un montaje potente de cuidada sencillez y visualmente impactante en el que la utilización de los recursos técnicos y la disposición del espacio son magníficas. Y las elecciones del director, Carles Alfaro, muy acertadas.
Es una pieza dura, incómoda, difícil. Y al mismo tiempo, altamente disfrutable. En la mente del espectador se desata una batalla interior en la que a ratos se encontrará luchando consigo mismo por condenar los métodos utilizados por las fuerzas de seguridad y a ratos, sin embargo, se tendrá que esforzar para no darle demasiada razón a un terrorista aterradoramente cuerdo.
“José K, torturado” estará en cartel en el Teatro de La Abadía hasta el próximo 10 de marzo.
Por Carlos Crespo
Gracias. Me gusta mucho esta ventana al teatro actual.
Los comentarios están cerrados.