Escribo este post a raíz de un debate surgido en Twitter por un texto publicado aquí (no lo enlazo porque el autor expresó que no quería que se le diera más repercusión). Un debate que versó sobre los límites del humor. Creo que siendo guionistas es un tema que nos afecta directamente. Sobre todo, claro, a los que escribimos comedia. Así que voy a aprovechar mi oportunidad. Voy a dar mi opinión. Me voy a meter en ese jardín. Que no nos pase ná…
Empezaré diciendo que mi opinión sobre los límites del humor es la misma que expresó muy bien David Broncano aquí:
No creo que existan esos límites. Pienso que se pueden hacer chistes sobre cualquier tema. Cualquiera. Porque, si hay que poner límites en el humor, la pregunta clave no es dónde ponerlos, es quién los pone. ¿Tú, yo, el gobierno, las ONG, la Iglesia, un juez (esto no nos está funcionando bien, por lo que sea)? Así que sí, aguantemos las ofensas. Como se dice en el video, si te ofende un chiste, te tienes que joder.
Creo firmemente que soportar que nos ofendan las ideas de los demás es el precio que pagamos para que los demás tengan que soportar que les ofendan las nuestras. Creo que así es como funciona la verdadera libertad de expresión. En dos direcciones. Siempre. Por supuesto, se puede criticar cualquier chiste, cualquier idea, cualquier cosa, siempre que no se entre en la descalificación, el insulto o el acoso, justo como no se está haciendo por todos los bandos imaginables en las redes sociales. (La izquierda, la derecha, da igual. Todos organizan sus cacerías contra lo ofensivo) Sí, se puede criticar cualquier idea. También las nuestras. También las tuyas. También esas que, cuando alguien las critica, tanto te molesta. Esas que te parecen incuestionables.
Para la comedia no existen ideas sagradas que se deban respetar. Ninguna. Porque la comedia es precisamente lo opuesto a lo sagrado. Lo opuesto a lo solemne. La comedia (creo) debe ser libre siempre. Y todo lo incómoda que se quiera cuando se quiera. Aunque a los que incomode sea a nosotros. A mí.
Este asunto de los límites del humor ha vuelto a resurgir con fuerza gracias a lo que se ha dado en llamar la cultura de lo políticamente correcto. El fenómeno se basa en gran medida (hasta donde yo sé, sin ser experto en lingüística, conste) en la hipótesis de Sapir- Whorf, que establece que existe una relación directa entre el lenguaje y pensamiento. Resumido: así hablas, así piensas. Con el tiempo esta correlación se ha aceptado también para el resto de la cultura, que ya no se ve sólo como fruto de la sociedad de la que nace, sino como un factor decisivo para la conformación de esa misma sociedad. Según esta visión los chistes racistas, por ejemplo, no son sólo el reflejo de una sociedad racista, sino uno de los mecanismos de ésta para apuntalarse. Y hay quien llega a afirmar que, de ser eliminados con las demás muestras culturales de racismo, la sociedad dejaría de ser racista en algún momento.
Bien, esta teoría es respetable. Plausible incluso. Pero es una teoría. No está demostrado en absoluto que el lenguaje condicione todo nuestro pensamiento. Ni que, cambiando la cultura, cambie la sociedad. Y el motivo fundamental por el que lo políticamente correcto está afectando a la libertad de expresión es porque no considera que su hipótesis de partida sea eso, una opinión. Lo considera una verdad firme. Así, se cree, sin lugar a dudas, que un chiste machista propaga el machismo. Que un chiste homófobo apuntala la homofobia. Que un chiste sobre el Holocausto colabora con el anti semitismo. Sin matices, sin tener en cuenta al emisor del chiste (ni a su receptor) porque es el lenguaje (el chiste en sí mismo) el que lleva la carga opresora en su ADN. Siempre y en todo contexto ese chiste es nocivo. La gran cantidad de casos polémicos que hemos visto últimamente (Guillermo Zapata, Cassandra Vera, César Strawberry, Dani Rovira, Pérez Reverte, etc.) siguen todos este mismo patrón de pensamiento. Opino que afirmar que un chiste racista refuerza el racismo no es diferente a afirmar que un chiste sobre Irene Villa refuerza a ETA. Pero la gente tiende a ofenderse cuando pisan su jardín, no el de los demás.
Cómicos como John Cleese o Jerry Seinfeld han declarado que ya no van a actuar a las universidades anglosajonas porque es imposible hacer comedia sin arriesgarse a algún tipo de boicot. Y, si lo pienso bien, entiendo a la gente que quiere boicotear a estos cómicos. Si piensas que un chiste que no te gusta no es malo sin más, malo por no hacerte reír, malo porque te ofende, malo porque es rancio, sino que es malo porque es perjudicial para el conjunto de la sociedad, porque subyuga a la gente débil, porque perpetua opresiones, es normal que te enfurezcas al escucharlo o leerlo. Es normal que no quieras que exista ese chiste. Igual si a mí me aseguras al cien por cien que al eliminar los chistes sobre una injusticia vamos a acabar con ella, pero seguro al cien por cien, puede que te diga: adelante. Merece la pena. Ni un sólo chiste más sobre eso. Pero las cosas no funcionan así. No hay pruebas irrefutables de que eliminando esos chistes vayamos a vivir en un mundo mejor. Es una opinión. Una hipótesis. Y cada vez más gente le dice a los demás lo que deben o no deben decir basándose en algo de lo que no pueden estar seguros.
Porque sí, siguiendo esta línea de pensamiento, se le dice a los demás que deben decir. Y es que, si ciertos tipos de chiste están mal, el que los hace es responsable de la injusticia que transmiten, aunque no lo quiera o no lo sepa. Y, si es así, tengo derecho a entrar en Twitter y llamar al que los ha hecho opresor o decirle que lo que hace es injusto, que es culpable de algo terrible. Incluso puede que se me escape algún insulto. Porque sí, estoy enfadado. Porque lo que ha dicho no es sólo un chiste, no es sólo el reflejo de una parte de nuestra sociedad que no me gusta. Lo que ha dicho perpetúa la injusticia. Es un peligro. ¿Y sabéis qué clase de cultura tiende a pensar que existen ideas que son peligrosas? La censora.
Creo que la censura no se ejerce sólo desde arriba. También viene del grupo. De la tribu. Si hago un chiste y al día siguiente tengo a dos mil personas insultándome públicamente, igual me lo pienso antes de hacer el siguiente. Y es muy posible que me lo piense no porque crea que esas dos mil personas tengan razón. Me lo pensaré porque tengo miedo.
El humor, se nos dice ahora, tiene que ir de abajo a arriba. Es decir, siempre contra el que está en posición de privilegio, nunca al revés. Me parece fantástico reírse de los privilegiados. Pero me asusta ese “tiene”. Esa obligación moral que se le impone al que hace el chiste. Ese “si no haces este tipo de humor, perpetuas la opresión”. No sólo me parece injusto. Además me parece mentira. Reírse de quien sufre más que nosotros es un mecanismo tan básico del humor que me da incluso vergüenza tener que explicarlo. Nos reímos de quien pisa una piel de plátano y se cae. Nos reímos de quien es más pobre y lo pasa mal. Nos reímos del oprimido. Nos reímos del que está enfermo. Nos reímos del que muere. Nos reímos de todo eso porque lo necesitamos. Porque tenemos miedo de que nos pase lo mismo y nos alivia no ser nosotros quienes lo sufrimos. ¿Es rastrero y miserable? Puede. Pero en eso consiste una parte muy importante del humor. Y decir que el humor “tiene” que ser siempre hacia arriba, que “tiene” que estar a favor de una causa noble, es negar una parte fundamental del mismo.
Odio la desigualdad, el machismo, el racismo, las relaciones capitalistas de poder… Y mis ideas no han cambiado en su esencia a pesar de que me he reído de los que luchan contra la desigualdad, el machismo, el racismo y las relaciones capitalistas de poder. Porque hacer un chiste, y esto es lo fundamental, no significa suscribir el mensaje de ese chiste.
“Claro, dices que es humor y así todo vale”, suelen argumentarme cuando hablo de este asunto. Y sí. Es exactamente eso. En la ficción, tiene que valer todo. Hasta lo que nos repugna. Si no, no estamos viviendo en un estado democrático con libertad de pensamiento y expresión. Claro que hay obras de ficción que tienen un mensaje que me asquea, que me parecen mierda absoluta. Y claro que se pueden criticar chistes, novelas, películas o lo que sea. Se pueden poner a caer de un burro sin problema. Eso es libertad de expresión. Pero una cosa es criticar y otra muy diferente esforzarse para que desaparezcan todas las obras que expresen opiniones que nos repelan y nos ofendan. Eso no es criticar. Eso es intolerancia.
La mejor manera, creo, de lidiar con un autor o autora cuya obra nos ofende, es no prestar atención a lo que hace. No consumir lo que produce. Intentar forzarle mediante presión social o boicots a que deje de hacerlo no es criticar. Es censura. Lo haga quien lo haga. Por muy noble que sea la causa que defienda.
No hemos llegado a ese momento de censura total todavía, pero el camino se está andando. Las redes sociales se están conformando como un espacio de presión social hacia las ideas de los demás. Desde que existen, cada vez nos exponemos menos a opiniones contrarias, opuestas a las nuestras. Seguimos a quien piensa como nosotros. Escogemos el confort de la conformidad. Y me parece que hemos perdido la costumbre de sentirnos ofendidos. Que saltamos a la mínima disensión, al mínimo desafío a nuestras ideas. Y eso, creo, nos está empobreciendo como sociedad y está minando nuestra cultura democrática.
En los años ochenta Martes y Trece tenían un famoso sketch sobre la violencia machista. Hoy ese sketch sería inemitible. Ya no nos hace gracia. La sociedad, afortunadamente, ha cambiado. Pero lo ha hecho no porque en su momento se les dijera a los humoristas que no estaba bien hacer ese tipo de humor, que ese humor perpetuaba la violencia, que lo dejaran. La sociedad no cambió desde el chiste hacia su base. No quitamos el chiste primero. Hemos tenido que cambiar la sociedad antes para que cambien los chistes después. No a la inversa. Porque si lo que quieres curar es una enfermedad, es poco práctico atacar los síntomas.
Por supuesto, este es un tema complejo, porque, como en el dilema del huevo y la gallina, nadie puede demostrar si viene antes la injusticia o su representación cultural o es a la inversa. Tampoco yo. Por eso es un tema tan polémico, que suscita tanto debate. Así que todo lo que he dicho aquí no ha sido sino mi opinión, meditada durante bastante tiempo, sí, pero mi opinión nada más.
Por supuesto, podéis reíros de ella.
¿No te gusta? No lo sigas. Así de fácil.
Permíteme la corrección en un texto en el que, por lo demás, estoy totalmente de acuerdo y que he leído con interés. La tesis Sapir-Worf no relaciona lenguaje y pensamiento, sino lenguaje y realidad. Dice que en función de las estructuras gramaticales de un lenguaje (ya sea el castellano o el navajo, que Worf estudia con detalle), así construimos la realidad. Por ejemplo, un esquimal tiene veinte palabras para el color blanco, porque le interesa distinguir los tipos de hielo de su medio, y su entorno adquiere unas connotaciones diferentes a las de otro tipo que solo es capaz de distinguir blanco y gris. No tiene nada que ver con el pensamiento y no funciona a nivel individual (los usos lingüísticos de un solo individuo) sino en relación a las estructuras gramaticales y el léxico de una lengua. Saludos.
Gracias por el matiz, Jorge. Como decía, no soy ni mucho menos experto en esa materia. Bueno, y en ninguna en realidad.
Muy de acuerdo con todo. Añadiría además que el problema no es sólo la censura y la falta de libertades que conlleva, sino que sin humor, sin chistes, por desafortunados que sean a veces, construimos una sociedad donde hay temas sagrados y verdades incuestionables. De ideas absolutas y moral rígida, vaya. Y eso me da un miedo terrible, que nos tomemos todo tan en serio, tan a la tremenda, que las ideas se conviertan en dogmas y no en materia de discusión para que estas avancen. Reírte de algo puede ser, en ocasiones, cruel o inoportuno, pero también es una forma de bajar del cielo lo sagrado (sea la religión, sea una idea política, sea un sentimiento), relativizarlo y ponerlo en un contexto global en el que las cosas no son blancas o negras aunque muchas personas se empeñen en establecer constantemente una sociedad de buenos y malos.
El problema no es que el humor ofenda, sino quien lo hace. En este caso es el ser dominante por excelencia, el hombre blanco heterosexual.
El humor es ofensa, y la ofensa es opresión. Por eso yo entiendo los límites del humor y más cuando los chistes tienen como “víctima” a un sector minoritario de la sociedad.
Sin embargo, entiendo totalmente la postura de Broncano. Él es humorista y vive del humor y, por ende, de ofender.
Puedo hacer un chiste del 11M y ofender a hombres blancos heterosexuales a miles, te lo aseguro.
Que la sociedad sea injusta, que lo es, no significa que el humor deba ser justo para compensar.
Si para ti el humor es ofensa la verdad es que debes tener una vida muy aburrida. O no paras de ofender a los demás, claro.
Ese es el problema, pensar no solo que el humor puede ofender, sino que el humor es ofender. Igual que los censores franquistas pensaban que un escote en una película ofendía a los espectadores y lo “corregían”.
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