EL ARTE DE ESCRIBIR CATEDRALES

Morlocks

Por Juanjo Ramírez Mascaró.

Éste no era el post que tenía previsto escribir esta semana. ¿A qué se debe el cambio de planes? A que ayer soñé que debía escribir un post sobre el tema que estoy a punto de tratar aquí.

Al menos en mi caso, los sueños tienen prioridad. El otro post puede esperar.

Suelo decir que cuando algo resulta fácil de leer es porque a alguien le ha resultado difícil de escribir.

Respeto muchísimo a todos los profesionales que sudan esa tinta china, que se complican la vida para que las obras de arte sean más accesibles, más comprensibles, de digestión fácil. Autores de bestsellers, guionistas de primetime televisivo, Prometeos que traducen el fuego de los dioses al idioma de los mortales.

No sólo respeto a esa clase de escritores, sino que hago lo posible por parecerme a ellos, por dominar sus técnicas.

Pero…

¿No estaremos quizá idiotizando a la población? ¿No estaremos desentrenando un músculo? Un músculo que no por ser invisible deja de ser importante.

Estamos limpiándole el pescado al público. ¡No vayan a encontrarse alguna espina! ¡A ver si se nos van a atragantar! ¡Palitos de merluza para todos! El proceso de elaboración es laborioso. ¡Ya no es una cocina, es una industria! Todo sea por que los comensales almuercen sin preocupaciones, sin riesgos, sin perder demasiado tiempo.

El escritor “profesional” del siglo XXI te corta el filete en pedacitos pequeños para que no te esfuerces.

Dentro de poco no sabremos usar el tenedor y el cuchillo. Dentro de poco perderemos los dientes porque habremos olvidado en qué consiste masticar.

H. G. Wells ya pronosticaba todo esto en La Máquina del Tiempo, con sus morlocks y sus eloi.

No sé hasta qué punto los manuales de escritura son producto de la práctica profesional o hasta qué punto la práctica profesional es producto de los manuales de escritura. Supongo que hay un círculo vicioso, un bucle, un gif. De un modo u otro, todos te enseñan a limpiar el pescado:

“Sólo puede haber un tema principal vertebrando la historia.”

El antagonista debe estar totalmente definido y ser exactamente el opuesto del prota.

“Que el objetivo del protagonista sea muy concreto y los obstáculos que se interponen para lograrlo igual de concretos, y a ser posíble físicos, tangibles.”

“Esta página no es necesaria para contar la historia, va a despistar al público. Sobra. Quítale la gelatina al pescado, ya les daremos gominolas de postre.”

Ni todos los manuales son tan reduccionistas, ni todos los profesionales se obsesionan con ese tipo de asuntos, pero convendréis conmigo en que ésa es la postura dominante.

No estoy en contra de aplicar ese tipo de máximas. De hecho las utilizo a diario. Son útiles. Son eficientes. Sobre todo en un mundo 2.0 en el que se imponen las redes sociales, los vídeos de dos minutos, los bucles de veinte segundos, la narraciones de 140 caracteres. La información ya no discurre por senderos: galopa por autopistas. Si queremos que alcance la velocidad mínima permitida hay que quitarle piezas para que pese menos, como a un fórmula 1.

Creo que el meollo del asunto tiene que ver con esa dicotomía de sencillez-simplicidad. La sencillez suele contar como virtud, la simplicidad suele ser un defecto. Yo soy muy fan del poder de la sencillez, pero es muy fácil caer en la telaraña de la simplicidad cuanto intentamos ser sencillos.

Lo realmente virtuoso, en mi opinión, es lograr que la sencillez se convierta en la tarjeta de visita que te tienta invitándote a acceder a niveles más complejos.

No hay nada más aparentemente sencillo que un koan zen: una frase corta que se lee en un segundo… pero que hay que saborear durante mucho tiempo para extraer todos sus matices.

Este fin de semana estuve en ese prodigio que es la catedral de Sigüenza, de la mano de unos guías excepcionales. Al igual que el koan, al igual que el haiku, al igual que el cuento de hadas tradicional, la catedral funciona a esos dos niveles:

En primer lugar, la sencillez aparente, esa primera impresión sobrecogedora que te invade nada más entrar, ese impulso de mirar hacia las alturas, esa estructura casi fractal, como de bosque de piedra, esas vidrieras que filtran la luz del sol como si los árboles de ese bosque inmutable tuviesen hojas de todos los colores…

catedral
Pero hay mucho más: Mil secretos escondidos en cada esquina, en cada columna, mensajes crípticos, simbologías ocultas. Religión y paganismo, ingeniería y alquimia, historia y esoterismo. Una catedral como ésa, gótico-romana, de origen templario, se puede “leer” desde muchos ángulos. Puedes visitarla cien veces con distintos ojos y en cada ocasión estarás viendo una catedral diferente.
A mí me sucede eso mismo con muchos libros, con muchas películas. Hay narraciones que son como catedrales. Te conquistan con esa “aparente sencillez”, pero al mismo tiempo te invitan a hacer un pequeño esfuerzo para sacarles todo el jugo. Tienen distintas capas de lectura, por eso cada vez que las miras descubres detalles diferentes, significados que te habían pasado desapercibidos. Y esa maravillosa sensación, ese volver a la realidad con el runrún de que todavía te faltan unas cuantas piezas para completar el puzzle.
Podríamos hablar de “películas catedral”: Pulp Fiction, El Gran Lebowski, Dentro del Laberinto, Donnie Darko
Podríamos hablar de “libros catedral”: El Principito, Alicia en el País de las Maravillas, cualquier cosa de Stephen King…

Podríamos hablar de “discos catedral”, y si no que se lo digan a Pink Floyd, o a King África.

Podríamos concluir que una narración, como todo en esta vida, alcanza su plenitud cuando incorpora y armoniza lo masculino y lo femenino: la espada que te pincha para llamar tu atención y la cueva en la que te proponen entrar. El arte es completo cuando además de penetrarte, te invita a penetrarlo.

2 comentarios en «EL ARTE DE ESCRIBIR CATEDRALES»

  1. Sobre este tema habla bastante Fumito Ueda, un diseñador de videojuegos de referencia. Lo llama “diseño por sustracción”: quitar todo lo que estorba a la hora de transmitir al espectador, pero añadiendo capas y matices a aquello que permanece.

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