por Carlos Crespo
Sobre los sueños cuando no se cumplen, sobre las excusas que nos ponemos a nosotros mismos para justificar nuestros fracasos y sobre el valor para aceptar nuestra responsabilidad y nuestras limitaciones. Lo que pudo ser pero no fue.
El autor del artículo original es Doug Richarson y lo podéis encontrar íntegro en inglés en este enlace:
Ahí va la traducción:
Pues me estaba yo comprando un coche la semana pasada. Como muchos bien sabréis esto puede ser un poquito rollo. El lado bueno es ese estupendo alivio que viene cuando ambas partes nos hemos puesto de acuerdo en las condiciones y la conversación con el vendedor puede relajarse un poco. Una vez agotados los quién eres y los qué haces –así como los omnipresentes análisis de crédito que básicamente me impiden mentir sobre mi profesión- era inevitable acabar hablando del mundo del espectáculo. Y como esto es el sur de California, todo el mundo tiene alguna conexión con Hollywood o alguna historia sobre la industria.
Mientras preparaban la pila de papeleo para ser firmada oel vendedor, que era un tío bastante guapo, se recostó en su silla y abrió su corazón. ¿Y qué te parece? Resulta que hace mucho tiempo había sido actor. Que se mudó a Los Ángeles desde Vancouver Canadá para hacer realidad sus sueños de lo que tú ya sabes.
“¿De verdad?” dije yo, intentando que mi ausencia total de sorpresa no sonara a burla. Como si nunca hubiera oído algo así. Y menos aún el tsunami de excusas que estaría a punto de darme para justificar por qué acabó metido en una camisa bien almidonada y con corbata vendiendo coches para ganarse la vida.
Me pregunté con qué serie de razones me iba a deleitar. ¿Fue porque el show business es un juego que depende de a quién conozcas y él no tuvo suerte? ¿O me iba a contar la historia de los representantes y agentes que no le supieron llevar bien? A juzgar por su edad y buena presencia podría haber conseguido su sueño de no haber sido eliminado una y otra vez por tipos como Kevin Spacey, Daniel Day Lewis y Brad Pitt.
O quizás… quizás estaba a punto de culpar a alguna chica a la que dejó embarazada y su carrera inexistente se esfumó debido a su paternidad y su correspondiente paso a la vida adulta.
“¿Qué pasó?” pregunté finalmente.
“Era malísimo”, dijo sin entusiasmo el guapo vendedor.
Se me escapó incontrolada una risotada espontánea. Estaba verdadera y maravillosamente alucinado.
“¿Sabes qué? Que nunca me habían dicho esa”, dije finalmente.
“Es verdad”, sonrió. “En Vancouver yo era alguien”.
“¿Famoso?” pregunté animado.
“Sí. Pero luego al llegar aquí me di cuenta de que no era demasiado bueno”.
Mientras escribo esto, han pasado unos días y sigo todavía conmovido por este hombre y su sinceridad. El número de aspirantes y fracasados que me he encontrado a lo largo de mi dudosa carrera es incalculable y como ya he dicho, todo el mundo tiene una historia, la mayoría llenas de tristes excusas por no haber tocado nunca la estrella que tanto deseaban. Pues a lo largo de años y años, puedo contar con quizás dos o tres dedos las veces en que alguien se ha pintado a sí mismo con un pincel tan austeramente honesto.
“Yo quería ser guionista” me dijo una vez un profesor de colegio, “pero había una parte del trabajo que tardé en descubrir, y es que tienes que saber escribir”.
En otra ocasión, un hombre mayor que se dedicaba a vender viejos equipos informáticos me dijo que un día había soñado con una carrera en diseño de producción.
“Tengo el talento. Sé que lo tengo. Probablemente más desarrollado que muchos de los mediocres que veo trabajando hoy en día”, contaba el colega de los ordenadores. “Pero lo que ellos tienen y yo no tengo es el deseo de hacer cualquier trabajo para cualquier persona en cualquier lugar y así meter un poco la cabeza y dejarla ahí hasta que alguien se dé cuenta de que soy la persona indicada. Esa es una determinación que yo no tengo. Aprendí eso sobre mí mismo. Bien por ellos que sí la tienen”.
Antes incluso de que las coletillas fuesen conocidas como coletillas, Clint Eastwood ya tenía unas cuantas exitosísimas. Mi favorita es de un diálogo de Magnum Force, justo después de que el teniente Briggs (interpretado magistralmente por el genial Hal Holbrook) sea asesinado por un coche bomba que en realidad iba dirigido a Callahan. Eastwood pronuncia la frase en su característico susurro:
“Un hombre tiene que conocer sus limitaciones”.
A ver un momento. No estoy sugiriendo que todos seamos tan conscientes de nuestras carencias que limitemos nuestra ambición por cargarla con un peso imposible de levantar. Pero hay una corriente significativa de aspirantes y recién llegados que serían mucho más felices, y sobre todo estarían mucho más sobrios, si tuvieran un visión más acertada de sí mismos y del diminuto milímetro cuadrado que ocupan en la cadena alimenticia.
Hace muchos años, cuando yo era aún un cachorro en el medio, tuve una novia actriz que había trabajado media temporada en una serie de televisión recién cancelada en la que había tenido un papel bastante pequeño. Su personaje no era memorable ni por dimensión ni por interpretación. Pues ahí estaba yo a su lado cuando quedó con su representante por primera vez desde que la cadena había cancelado la serie.
“Esto es lo mejor que nos podía haber pasado”, dijo la representante con su voz ronca de fumadora empedernida. “Ahora que estás libre de tus compromisos en televisión y como se te ha visto recientemente, vas a competir por tus próximos papeles con Michelle Pfeiffer y Meryl Streep”.
Recuerdo esto como una de las mayores trolas que he escuchado jamás. Antes de que se me descolgaran los tendones de la mandíbula, eché un vistazo a mi izquierda para no perderme lo que seguramente sería una expresión de asombro en la cara de mi novia. Pero en lugar de eso, me la encontré radiante y dejándose envolver por el resplandor de un foco que nunca conocería. La carrera que tenía por delante era real y podía ir a más. Una carrera llena de posibilidades si algún día pudiera proporcionarse a sí misma unas metas más realistas y las herramientas para llegar a ellas. Pero no, allí estaba ella tragándose el sinsentido que le soltaba su repre como si fuera cerveza verde el día de San Patricio. El cruce entre murciélago y sapo que era aquella mujer podría haberle dicho a mi novia que de aquí a mañana le saldrían alas de hada y que lo único que tenía que hacer para alcanzar su sueño como actriz de ojos saltones era batir sus plumas y echar a volar.
Hace mucho tiempo que perdí el contacto con aquella novia. No tengo ni la más remota idea de dónde aterrizó ni de si fue un aterrizaje suave. Pero hace muy poco conocí a un vendedor de coches muy sanote cuya perspectiva sí soy capaz de respetar por completo.
Se tiene la erronea creencia que aceptar las carencias o limitaciones alejan a la personas de la perfección. En una sociedad en la que para participar en ella hay que ser alto, guapo y exitoso no hay cabida para la autocrítica, es bastante menos sacrificado y doloroso criticar a los demás, solapar las imperfecciones propias debajo de las de los demás. Ojos que no ven…
Creo que los que tenemos aspiraciones de este tipo, sea escritura de guiones o de novela, sea como actor, estamos un poco “envenenados de ficción” y tenemos que “aprender a ser realistas”, especialmente si nuestro carácter natural nos anima a vivir en los mundos de Yupi.
Muy fan del vendedor de coches y su honestidad, aunque todos conocemos a alguien que ha metido cabeza siendo malo de narices sólo por perseverar. En cualquier sector, no sólo en este. El hombre de los equipos informáticos y el vendedor de coches deberían tomarse un café.
Bueno, hay que saber conocer las limitaciones, pero también hay que reconocer que gente con poco talento ha alcanzado el éxito. Si ellos han llegado, todo es posible.
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No veo que les sirviera de mucho al vendedor de coches y al informático aceptar sus limitaciones.
A la novia tal vez le habría servido. Parece el único ejemplo del que aprender.
Pero tampoco, porque no creo que nadie me diga nunca: “Qué bien, ya estás al nivel de los grandes.”
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