NOS HAN ENTRENADO PARA UNA GUERRA INADECUADA

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Por Juanjo Ramírez Mascaró.

Seguro que más de una vez habéis intentado razonar con alguien sobre una decisión de guión.

Con un jefe, con un director, con un productor.

En esos casos actuáis como si realmente se pudiese tener razón en algo o, peor todavía: Como si tener la razón importase un carajo.

Yo también he estado así de confundido, y lo sigo estando cada vez que bajo la guardia. En mis momentos de lucidez, sin embargo, asumo que es muy difícil convencer a alguien con argumentos lógicos.

Parece mentira que los escritores nos olvidemos de ello con tanta facilidad, a pesar de que estamos hartos de aplicar lo contrario cuando creamos nuestros personajes. Sólo consideramos creíbles a los personajes si no van por ahí diciendo directamente lo que sienten. El personaje suele ser un iceberg con el 90% sumergido en las profundidades, siendo ese noventa lo que el personaje quiere pero no dice… y lo que quiere sin saber que lo quiere.

Esto último es lo que suele condicionar las acciones del personaje, más allá de argumentos racionales y conversaciones civilizadas. Si nuestro prota o nuestro secundario sienten todo lo que dicen y saben todo lo que quieren, no nos los creemos. Ni pesan ni pisan fuerte. Nos aburren.

Así pues, la poquísima lógica que cabe en un post como éste la invertiré en suponer que le exigimos ese nivel de incongruencia al personaje porque así es como funcionamos las personas reales.

Experimentos científicos relativamente recientes sugieren… (me vais a tomar por loco, pero son estudios científicos serios) que… nuestro cerebro toma las decisiones microsegundos antes de que tomemos dichas decisiones de manera consciente.

Personalmente no necesito conclusiones homologadas por la Ciencia para asumir que nosotros los humanos, al igual que los personajes que creamos, estamos dominados por un subtexto extraño. Elegimos con las vísceras mientras nuestra razón se autoconvence de que ha sido ella la que ha tomado las decisiones. Fabricamos argumentos muy convincentes para disfrazar nuestros caprichos emocionales. La lógica es más flexible que una gimnasta china. Con ella, al menos en apariencia, podemos justificar cualquier cosa y luego justificar lo contrario con la misma facilidad.

A veces tengo la sensación de que las leyes de la razón son endogámicas, giran en el vacío, funcionan sólo dentro de la jurisdicción que ellas mismas han creado para auto-recluirse, para refugiarse en su propio palacio de cristal.

Cuando al productor o al director de turno NO LES APETECE ese guión que les habéis entregado, os pondrán un montón de excusas “racionales”:

Esto es muy caro.

Este tema no lo podemos tratar por cuestiones políticas.

Dura demasiado. En este programa nada puede durar más de seis minutos.

Uff, sale un perro. Meter animales lo complica todo.

Este tema es demasiado oscuro, la gente no lo conoce.

Al igual que muchos de vosotros, he vivido en mis propias carnes eso de ver rechazadas mis propuestas con excusas como las arriba mencionadas… para luego comprobar cómo un mes más tarde (o a la semana siguiente) esas mismas personas aceptan y aplauden otra propuesta que presenta exactamente los mismos inconvenientes.

¿Qué diferencia hay entre una propuesta y otra?

La conexión emocional.

Si a la persona que tiene que decidir le gusta una idea, si esa idea le llega hasta el fondo de la patata, la razón cambia de bando, porque ella no trabaja para el mejor postor, sino para el postor más enamorado.

Y si la idea enamora a la persona adecuada, de pronto no importa tanto que sea tan cara… de pronto merece la pena luchar por financiarla, o de repente resulta que aunque el tema es delicado a nivel político, a lo mejor resulta que a nivel político tampoco es para tanto… o a lo mejor de pronto tampoco pasa nada si dura siete minutos en lugar de cinco… y si hay que meter un perro, pues cambiamos el capítulo siguiente, que en realidad tampoco nos entusiasmaba tanto. ¡Lo reescribimos para que ahí salga también el perro, y así amortizamos al bicho!

Por si fuera poco, la propensión a aceptar o rechazar algo a nivel emocional puede depender de muchos factores. Una idea entra mejor o peor según el sujeto haya dormido o no la siesta, según haya ganado o perdido su equipo de fútbol favorito, según la prisa que tenga por marcharse de la reunión o por quedarse…

Si tienes un guión regulero que transcurre en Venecia y otro muy currado ambientado en Madrid, cabe la posibilidad de que el productor elija el primero porque de joven tuvo una noche de sexo acojonante en un hotel de Venecia. Aunque el guión de Venecia sea más caro y menos comercial. De hecho, si folló en un hotel junto a la Plaza de San Marcos, insistirá en cambiar el guión para que todo transcurra en un hotel junto a la Plaza de San Marcos, aunque la historia original transcurriese en una iglesia, habiendo RAZONES poderosas para ello.

Evidentemente, ese ejemplo de arriba es una exageración, una caricatura, pero ya me entendéis… O no.

Y ahora es cuando llega la pregunta desoladora e inquietante: Si las cosas realmente se deciden por debajo de la mesa… en las profundidades más remotas del iceberg… ¿De qué nos sirve esta educación “en lo racional” que hemos recibido? ¿De qué sirve esta pantomima en la que todos fingimos que la lógica nos puede llevar a alguna parte?

Está bien, tenéis razón, ya estoy escuchando vuestras regañinas: No hay necesidad de ser tan drásticos. En ocasiones lo racional también se impone.

¿O no?

¿Acaso lo que entendemos por “racional” no es otra cosa que el maquillaje postizo de ciertos anhelos, ciertos miedos? ¿Acaso es la razón ese sórdido esbirro que acude a posteriori a reordenar la escena del crimen para que concuerde con los informes policiales?

Nos educan para encajar en la “edad de la razón” y acabamos desatendiendo nuestra inteligencia emocional. Seríamos capaces de dejarnos matar por alguien porque en vez de atender a su mirada asesina elucubramos sobre cómo mueve las piezas en un tablero de ajedrez.

Compañeros escritores: Desarrollemos nuestra inteligencia emocional. Quizá eso nos resulte más útil que el tocho de McKee y el fósil de Aristóteles. ¿Cómo lo hacemos? ¿Saqueando la sección de autoayuda de la Fnac?  ¿Conociéndonos a nosotros mismos a lo oráculo de Delfos? ¿Apuntando nuestros sueños en una libretita?

Ni puta idea.

Quizá la mejor forma de empezar consista en… continuar: Continuar escribiendo personajes coherentes gracias a su propia incongruencia. Continuar sumergiendo nuestros icebergs en los océanos del subtexto, plenamente conscientes de que al hacerlo estamos fabricando un espejo que refleja el modus operandi de ese hermoso psicópata llamado “ser humano”.

Tal vez de esa manera, poco a poco, acabemos convenciéndonos a nosotros mismos de que todas las decisiones importantes, dentro y fuera del papel, incluidas las nuestras, suelen tomarse de cuello para abajo.

 

3 comentarios en «NOS HAN ENTRENADO PARA UNA GUERRA INADECUADA»

  1. Mecagüenlaleche, que sea en un blog de guionistas donde me encuentro una de las entradas con mayor profundidad humanística de todo el intenné… no sé si daros la enhorabuena o no, por saliros del guión. ¡Qué buena!

  2. Quizás viviendo y con las orejas (y el resto de los sentidos, muy especialmente el resto de los sentidos) muy atentas… es mi humilde opinión… Grande como siempre, Mascaró

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