por Carlos López
Que el tiempo es una experiencia subjetiva es algo que debiéramos conocer a fondo los guionistas, que al fin y al cabo nos dedicamos a empaquetar el tiempo en cada uno de nuestros escritos. Han sido solo cuatro días cuasi encerrados en un auditorio, docenas de escritores hablando todo el día de guion, pero honestamente creo que el tiempo fluyó a su manera: a ratos los recuerdo como si mi estancia en el DF se hubiese extendido durante varias semanas; otros, como si todo se redujese a un relámpago fugaz, un estallido de genio y cordura, el fuego hermano con el que nos hemos acribillado mutuamente unas cuantas docenas de guionistas durante aquellas largas jornadas de provecho y también de diversión.
Me costará olvidarlas, a mí que aunque no lo creáis no soy muy amigo de bolos, encuentros y congresos. Pero en esos días –¿de verdad que sólo fueron cuatro?– el intercambio de conocimiento ha sido constante, entre personas, entre generaciones, entre continentes. Guionistas veteranos en el escenario y guionistas iniciados en el nutrido patio de butacas, en un diálogo altamente nutritivo.
Sucede cada dos años, en la capital de Mexico. Lo organiza una asociación que ya tiene quince años y que ahora mismo está formada por nueve guionistas. Se llama El Garfio y tiene su sede en una salita de los míticos Estudios Churubusco. Allí tallerean a sus anchas, dan clase y consejos, debaten, revisan guiones, se comprometen y conspiran para fomentar el trabajo del guionista como si fueran el comando ejecutor de un sindicato.
Cada dos años, la lían. En este 2015 la han liado por tercera vez: el Tercer Encuentro Iberoamericano de Escritores Cinematográficos los ha dejado exhaustos, porque los nueve –y un reducido equipo de eficaces entusiastas a su servicio– han hecho de todo, organizadores, logistas, anfitriones, moderadores y compañeros constantes.
Cada una de las cuatro jornadas –del 24 al 28 de agosto– ofrecía en el impresionante Centro Cultural Universitario Tlatelolco (a espaldas de la tristemente célebre Plaza de las Tres Culturas) tres coloquios diferentes y una actividad extra (proyección, encuentro entre dos escritores, análisis de un guion). En paralelo, en la Cineteca Nacional se desarrollaba una muestra de veinte largometrajes en la que al final de cada proyección el autor del guion debatía con los espectadores, siempre a sala llena. Y además, en el propio Tlatelolco, un concurso de pitching entre siete finalistas a quienes se les había becado la asistencia al Encuentro (uno de esos finalistas, la valenciana María Mínguez, con una historia titulada La habitación de María) y que en la última jornada mostraron sus propuestas a productores mexicanos de primera fila.
Fueron horas y horas de debate, con los asistentes atentos e inmóviles en sus butacas, siempre con preguntas en la recámara. Por una vez, no se habló de salarios, convenios ni contratos. El pretexto eran los géneros cinematográficos, aunque a la hora de la verdad casi todos los ponentes dejaron ese menú del día y hablaron a la carta, de su forma de trabajo, de su concepto narrativo, de su métodos para vender. En el programa se anunciaban, entre otros, paneles sobre documentales, cine de autor, cine negro, comedia y melodrama, festivales, perspectivas de producción y distribución, y con un país invitado, Ecuador, cuya cinematografía está creciendo exponencialmente. La nómina de ponentes (más de cuarenta) incluía a Guillermo Arriaga, Carlos Cuarón, Eduardo Sacheri, Beatriz Novaro, Laura Santullo, Diego Quemada, Alejandro Solar, Sergio Cabrera, Paula Markovitch, Ignacio Agüero, Guillermo Ríos, Patricio Saiz, los ecuatorianos Diego Araujo y Tania Hermida…
No asistí a todos los paneles, lo confieso. Me escapé para preparar mi participación y también para pisar por primera vez una ciudad que es todo un espectáculo y que me embrujó desde el primer minuto. Tenía un compañero y cicerone de excepción, dentro y fuera del Encuentro, el guionista Martín Román , que hace ya tres años cambió Valencia por el DF y allí mismo ha cofundado la primera distribuidora mexicana de cortos LA ÑORA DISTRIBUYE, que también le ha producido un corto como director, Ménage à trois, ahora mismo en plena posproducción. Con él compartí también algunas buenas chelas y hasta un exquisito chile en nogada… Tranquilos, no os voy a contar mi viaje, aunque insistáis. No. Que no. Mejor paso a resumiros sólo algunos de los destellos del Encuentro, seleccionados no sin esfuerzo entre aquellos de los que fui testigo.
El Encuentro comenzó por rendir un emocionado homenaje a Vicente Leñero, fallecido en diciembre del pasado año, una figura literaria de indiscutible prestigio que asistió y apoyó las dos anteriores ediciones y ha ejercido de maestro de varias generaciones de guionistas y literatos mexicanos. Leñero también estuvo presente para cerrar la última jornada, en la que se otorgó un premio con su nombre al mejor guion de las películas mexicanas estrenadas en los dos últimos años, elegido por los miembros de El Garfio y que fue a parar a Los insólitos peces gato, de Claudia Sainte-Luce.
El guionista Enrique Rentería recordó que el maestro Leñero se subía por las paredes cuando le trasmitió su intención de dirigir. “¡No! ¡No dirijas!”, le decía. “¡Te quitará tiempo para escribir!”.
EL GIGANTE ARRIAGA
Carlos Cuarón se encargó de la charla inaugural, a ratos brillante y a ratos rutinario, la verdad, porque a él le correspondió repasar la clasificación de géneros y parecía más entusiasta cuanto menos hablaba de ellos. Dos días después, Guillermo Arriaga despertó aún más expectación, el momento de mayor resonancia del Encuentro. Gigantesco y magnético, como si flotase a un palmo del suelo, con sus sienes plateadas (“lametones de la muerte”, en sus palabras) y aparentemente incapaz de permanecer sentado más de cinco minutos, Arriaga se enfrentó a la disección que el presidente de El Garfio, Elías Godoy, había preparado de su debut como director, The Burning Plain. Arriaga contó muchas cosas, se hizo el despistado cuando le preguntaban por detalles precisos de su dramaturgia y, con todo, supo estar generoso y cercano. A veces, uno no sabía si sus respuestas obedecían a una pose estudiada o realmente constituían su método de trabajo. Dijo, por ejemplo, que un guionista no debe conocer a fondo a sus personajes, porque eso los mata, los simplifica demasiado. Han de ser imprevisibles sobre todo para quien los escribe, que de alguna manera persigue entenderlos durante el proceso de la escritura, lo cual establece un paralelo con la actitud del espectador cuando ve la película.
Uno imaginaba que se enfrenta los tiempos fragmentados de sus guiones con croquis, diagramas y previsión concienzuda. Pues bien, Arriaga asegura que no, que apenas tiene esbozado el arranque, el conflicto y los tiempos que quiere contar se lanza a escribir sin saber nunca qué secuencia irá a continuación, procurando no alargarse más de un folio por escena ni más de dos líneas por parlamento, vigilando en cada escena a qué distancia están los personajes, dónde tienen las manos, dónde los ojos. Simplemente (¿simplemente?) se deja llevar por lo que cree que en cada momento es más interesante. Y no sabe nunca cómo terminará la historia.
Eso obliga, claro, a infinitas revisiones. De The Burning Plain escribió 38 versiones a lo largo de año y medio, “y eso ahora que ya sé cómo hacer guiones”. Es una película que ofreció como proyecto a una serie de productores de Hollywood, de entre los que eligió a quien mejores condiciones le aseguró. Todos le preguntaban cuál era el final de la historia. Y él respondía, invariablemente: cómo voy a saberlo si aún no la he escrito. No pensaba dirigirla, pero se dejó convencer, sobre todo después de que Charlize Theron se mostrase interesada en participar. Después de haber estrenado su debú como director ha rodado y estrenado tres cortos más (se pueden ver en youtube o vimeo en los siguientes enlaces: El pozo, Broken night, Desde abajo). Cuando Martín Román le señaló lo poco habitual que resulta que un director vuelva al terreno supuestamente de aprendizaje del corto, respondió: “Hay que arrodillarse ante cualquier posibilidad de crear, que es un privilegio como pocos hay en el mundo”.
EL DIÁLOGO DE LA PLATA
Dos del Río de la Plata: la uruguaya Laura Santullo (La zona, La demora, y acaba de presentar en Venecia Un monstruo de mil cabezas) y el argentino Eduardo Sacheri (El secreto de sus ojos, Futbolín) dialogaron largamente sobre sus procesos de trabajo. Mostraron ingenio y ganas de olvidarse del moderador hasta que la charla discurrió con una aparente ligereza que escondía sabias lecciones de nuestro oficio. Los dos, curiosamente, buscan el refugio de las cafeterías para escribir y los dos, también, escriben primero la historia en forma de relato para luego adaptarla como guion cinematográfico. Difícilmente buscan un género concreto cuando escriben, sino una especie de empatía con el protagonista o con el conflicto del protagonista. Laura Santullo reconoció que escribe sobre aquello que le rodea sencillamente porque eso es lo más interesante para ella en cada momento de su vida, de manera que un repaso de su filmografía será equivalente a su propia biografía. Sacheri dio un consejo de oro a un asistente que preguntaba si era recomendable prepararse para la escritura de un guion leyendo y viendo todas las obras o películas que pudieran parecérsele: necesitas tu propio silencio, le respondió Sacheri, no le tengas miedo, escúchalo y saca de ahí por dónde quieres contar tu historia.
TERREMOTO MARKOVITCH
Otra argentina, pero residente en México, manejó al auditorio como nadie: Paula Markovitch, insistente a la hora de defender la singularidad del talento. Un guionista, dijo, no es alguien intercambiable, no somos números, ni simples operarios: uno no llama a otro retratista porque a la mitad del retrato no nos convence, porque si viene otro pintor hará otro retrato diferente, no otra versión del mismo. Es una defensa del territorio privado del guionista, el guion. Es cierto, dijo, que el director es el capitán del barco, “pero es que el guion es el mismo barco”.
“Hay una sola manera de escribir, que es escribir”, dijo, preguntada sobre cómo debe afrontar su carrera un guionista en ciernes. Y siguiendo un estribillo muy repetido en las cuatro jornadas del Encuentro, Markovitch se mostró muy poco partidaria del uso de los manuales “gringos”, a los que acusó de “parciales”: no están mal, dijo, pero no son la única manera de contar historias. El problema es que todos esos manuales abundan en la tragicomedia y proponen que el protagonista deba aprender algo positivo de cuanto le pasa. Así que los guionistas jóvenes se rompen la cabeza tratando de que su personaje saque algo positivo de una realidad que, como la que a menudo nos rodea, es puro melodrama.
EL ARTE DE HACER REÍR
Esa palabra, melodrama, subió al escenario en la mesa redonda en la que me correspondió participar. Yo anuncié de antemano que no puedo decir nada sobre melodrama sencillamente porque no tengo la más mínima idea de cómo se escribe, así que de alguna manera forcé las cosas para que se hablase, sobre todo, de comedia. Junto a mí tenía a los artífices de los dos mayores éxitos de la historia del cine mexicano, Guillermo Ríos (No se aceptan devoluciones) y Patricio Sáiz (Nosotros, los nobles), junto a los que defendí honrosamente el noble propósito del entretenimiento. Esa matemática tan exacta y tan inaprensible que nos provoca la risa. Yo defendí, sí, a los escritores que hacen reír. En primer lugar, porque no es nada fácil conseguir que una sala de cine ría con ganas durante los cien minutos de la película, y si alguien lo consigue no seré yo quien le lleve la contraria; y también porque siempre he pensado que el cine es un arte popular, necesitado de audiencias, y las películas con las que me eduqué buscaban el arte pero también querían gustar a su público. El escritor de comedia es quien más directamente busca a su público, porque una comedia no es nada si el público no se ríe. Intenté llevar el debate a una pregunta que no tiene una respuesta tan fácil como parece: ¿de qué se ríe el público? No lo conseguí, y acabamos hablando de otras mil cosas, por fortuna divertidas.
Hubo más momentos impagables en esos cuatro días, creedme. Diego Quemada (La jaula de oro) desgranando el camino que siguió para hacer realidad su película, o Alejandro Solar e Ignacio Agüero tratando de perfilar cuál es el escurridizo y absolutamente necesario papel del guionista en un documental. Fueron cuatro dias intensos, densos y al mismo tiempo liberadores. Resulta siempre increíble que vivamos a miles de kilómetros de distancia y compartamos métodos, sueños, dilemas, preocupaciones. Sólo eso ya supone un alivio: en un Encuentro como éste, uno al menos comprueba que esta enfermedad que padece está muy extendida. Eso tranquiliza.
Un Encuentro de guionistas de varios continentes con el tesoro de un idioma común. Siempre que cruzo el Atlántico me sorprendo al bajar la escalerilla del avión y caer en la cuenta de que hablan como yo, de que puedo entenderme con cualquiera. Aprovechemos este descomunal legado. He propuesto a los guionistas de El Garfio, y vuelvo a hacerlo desde aquí, que empecemos pronto a trabajar para una propuesta conjunta dentro de dos años: el Encuentro de 2017. Ese sí que será obligatorio para todos nosotros, compañeros.