por Carlos López
UNO: Escribir un guion es el arte de dominar el tiempo.
Me gusta imaginarlo así, en tono casi bíblico: en aquellos días en que los pioneros lo inventaron todo, el productor llamó urgentemente al guionista para reclamarle que dividiese el guion en escenas, así podría agrupar las que sucedieran en el mismo lugar y rodarlas todas seguidas, con el consiguiente ahorro en desplazamientos del equipo. Desde aquel día, se nos obligó a contar las historias en fragmentos, en pequeñas unidades de tiempo y lugar, y la suma de todos esos trocitos daba lugar a una película. Aquello nació, ya digo, para ahorrarse unos dineros. La necesidad, como siempre, acabó en virtud: nació la elipsis, lo que sucede entre una secuencia y otra y no se muestra al público. La mejor arma del guionista. La que mide el tiempo de la historia que contamos.
De todas las decisiones que deben tomarse al encarar la escritura de un guion, la medida del tiempo es la mas difícil. En qué momento empezamos a contar, cuánto tiempo transcurre desde ahí hasta el final, cuántos saltos hay entre medias, cuál es el ritmo de la narración.
En los guiones de series de televisión, es frecuente que se indique en las cabeceras de las secuencias el paso de los días: DIA 1, DIA 2… a veces continúan de capítulo a capítulo. Es un detalle crucial para el raccord, necesario para el trabajo de departamentos como vestuario o maquillaje. Yo siempre lo incluyo a disgusto, lo reconozco. Será una pose, vale, pero me gusta que las acciones discurran en pantalla en un tiempo suspendido, único, propio de esa película y de ninguna otra, que el público sea testigo de lo que cuento con la conciencia de que el tiempo pasa pero sin saber muy bien cuánto tiempo está pasando. Cuando el guionista ha conseguido domesticar el tiempo del relato, todo fluye de manera natural, nadie se pregunta si esa secuencia es un día o quince después de la anterior, sólo sabe que es su consecuencia.
Por el contrario, el guionista que construye su escaleta pegado al calendario de sus personajes suele acabar enfangado, preso del tiempo que debería dominar. Con ganas de que todo esté ordenado, empieza sus guiones con el despertador que levanta al protagonista; en torno al desayuno conocemos a su familia; en horario laboral sabemos de sus compañeros; durante la comida de trabajo salta el detonante; durante la tarde vemos a quien será su amigo o su mentor, remata la jornada con una cena romántica… Os parecerá ridículo, pero he leído muchos guiones así, alguno mío: en treinta secuencias no han conseguido pasar de día y medio. Algunos guionistas se bloquean justo ahí, en la treinta y una, tirándose de los pelos porque no son capaces de avanzar hasta que no decidan con quién queda a comer ese día el protagonista.
No tengamos alma de secretario: manejar el tiempo del relato no es llevar la agenda del protagonista.
Jean Claude Carrière, en ese libro sencillo y elocuente que se llama La película que no se ve, pone un ejemplo que diferencia el guion de otras formas de relato: qué fácil aceptamos en una novela el párrafo que se inicia con la frase a la mañana siguiente, y qué difícil es contar eso en un guion. A la mañana siguiente. ¿Un rótulo, un reloj, un desayuno, un autobús de gente que va al trabajo…? ¿Y qué nos dice que es exactamente la mañana siguiente y no otra? Y sobre todo, ¿necesitamos contar ese dato, no basta con que supongamos que eso sucede otro día?
Ese soy yo: sentado frente a la pantalla del Mac, echando preguntas al aire.
Hay narraciones precisadas al minuto, es verdad, basadas en hechos reales o que se contagian de su formato, que añaden rótulos para indicar el año, el día o la hora al principio de cada secuencia, a ser posible que aparezcan en pantalla escribiéndose letra a letra acompañadas del tableteo de una máquina de escribir. Un ruido que sirve como certificado: eh, oiga, esto no es mentira, esto pasó tal y como está usted a punto de ver, y fue exactamente en ese momento.
Hay guiones que se cuentan en tiempo real, un tour de force cuyo primer ejemplo que suele citarse es La soga, aquella película que Hitchcock rodó simulando que todo era un solo. Aquello se publicitó como un número de circo, lo nunca visto, un experimento que recordaba al teatro filmado pero en el que se ofrecía como valor añadido que un minuto del espectador equivaliese a un minuto de la acción. ¿Es más creíble? Hoy se siguen presentando como experimentos recreaciones del tiempo real tan inútiles pero tan absorbentes como The Clock, un minucioso montaje de fragmentos de películas en los que aparece un reloj, ordenados de manera que corresponden realmente al paso de los minutos. Dura veinticuatro horas y sólo se exhibe en museos. Aquí tenéis un ejemplo de poco más de tres minutos.
Escribir una historia que simule tiempo real no es fácil, pero ponerte unos límites me parece infinitamente más sencillo que elegir entre todas las opciones temporales posibles para un relato (una elección que suele facilitar la curva de intensidad cuando nos obligamos a que todo suceda en un día, un fin de semana, un verano). Y ya no digamos el lío que supone contar una saga, una historia que abarque décadas imposibles de constreñir en noventa minutos y que, además, el paso de los años encaje de manera natural en la progresión de los tres actos.
Hay otra medida del tiempo igual de esencial: el que discurre dentro de cada secuencia. El ritmo interno determina una forma de contar, una forma de llegar al espectador. En esto, como en todo, hay gustos como colores: guionistas con pánico a la pausa y al silencio; guionistas cuyas secuencias duran siempre lo mismo, nunca menos de un folio, nunca más de tres; guionistas que estiran el final de cada secuencia con tres despedidas y guionistas que las cortan a machete; guionistas que escriben en ragtime y guionistas que escriben en vals; guionistas que dejan los gritos para el tercer acto y guionistas que prefieren empezar pegando voces, como en el mus…
Y sucede que historias en las que no pasa nada se siguen como si fueran frenéticas… y otras que encadenan acontecimientos y carreras provocan aburrimiento.
En todas estas cosas pensé después de ver Amor bajo el espino blanco, de Zang Yhimou, una película notable que no sé cómo definir. Porque cuenta una historia muy sencilla que avanza de manera lineal, en la que se utilizan rótulos que parecen de otra época (del tipo “y pasaron tres días en los que no volvieron a verse”), en la que el final es previsible desde casi el inicio de la película, en la que en casi ninguna secuencia sucede una gran peripecia… Y con la deliciosa cadencia de un cuento clásico. Lo que más me fascina de películas como esta es imaginar el guion. Tan sencillo, tan escueto, que ningún analista lo daría por bueno. Yo tampoco, lo reconozco: no sé cómo se escribe un guion así. Y vi la película completamente embobado. Que no es mala actitud.
DOS: Escribir un guion es el arte de dominar el tiempo.
Tu propio tiempo. Apartar de la mesa y de la cabeza docenas de tentaciones, afinar la concentración, abrirse paso con el teclado en el alboroto de tu cabeza, ver que la página sigue en blanco o contemplar los folios que vomita tu impresora. ¿Satisfecho? ¿Cuántas páginas tienes que escribir cada día para sentirte satisfecho? ¿Cuántos días vas a tardar en escribir el guion?
La fecha de entrega me marca los tiempos, a veces con paso militar, pero cuando no me imponen esa fecha la tengo que inventar: solo termino el trabajo porque me obligo a entregarlo. Jamás me ha sobrado tiempo; es más, los últimos días antes de entregar produzco el doble de páginas. ¿Que tengo que entregar el lunes? ¿Puede ser a las doce de la noche? Y sé de sobra que a las doce menos cinco no funcionará internet, no podré mandar un mail ni habrá tinta en la impresora.
La ley de Murphy es implacable con las prisas de último minuto.
Antes de ser guionista trabajé en la redacción de un periódico. Allí llegaba cada mañana sin tener ni idea de cómo iba a ocupar mi jornada y por la noche no me marchaba a casa sin terminar el trabajo del día. Por eso me costó mucho tiempo aprender, cuando cambié de profesión, que unos días puedo escribir tres folios y otros días, veinte. Mejor dicho: que para que unos días pueda escribir veinte folios he tenido que pasar otros tantos rumiando, con el motor al ralenti, centrifugando las ideas hasta que encuentras un camino por el que tirar.
Y tampoco hay que obsesionarse: a tres folios diarios, puedes tener el guion de un largometraje en un mes.
Hay quien presume públicamente de haberse escrito un guion en cuatro días. Personalmente, nunca he entendido cuál es el sentido de tanta presunción: se puede hacer, cualquiera puede hacerlo. Pero no es nada recomendable. Este es un trabajo donde la reescritura importa más que la improvisación, en el que los arrebatos inspirados son necesarios, pero luego han de pasar por unos cuantos filtros si quieres que simplemente se puedan rodar. Cuando escribes tu primer guion, el segundo, incluso el tercero, sueles dejarte caer por el tobogán: todo es nuevo, tú también, sueles creerte en algún momento que lo que escribes va a revolucionar la historia del cine. Así debe ser. Conforme ganas experiencia, las ideas que parecen únicas en tu cabeza se convierten en manidas en cuanto llegan al teclado. Todo te parece que ya se ha hecho. Es más, seguro que se ha hecho. Y puede ser peor: cuando sospechas que tú has escrito eso mismo en otro guion anterior. El horror.
En cualquier caso, ya se sabe, que cuando llegue la inspiración te pille trabajando. Cada uno, que se acople a su biorritmo: hay quien sólo sabe escribir tempranito y quien, como yo, alcanza su mayor grado de concentración al borde de la medianoche. Los hay también que escriben a cualquier hora del día y en cualquier sitio, como esa gran cantidad de colegas que escriben en la mesa de una cafetería. Esto nunca lo entenderé, o mejor dicho, nunca lo practicaré: hay tantas posibilidades de distracción…
Y sé que, en la cafetería y en mi propia casa, la distracción se llama internet. Una fiera peligrosísima que conviene mantener enjaulada. Si quieres trabajar, sólo hay dos posibilidades: la prohibición absoluta de entrada a la red o, al menos, considerar cada vez que entras como un pequeño premio, la galletita que te regalas por haber acabado la secuencia.
¿Suena infantil? Lo es. Una vez leí que Eduardo Mendoza, cuando sopesaba la decisión de abandonar un trabajo fijo para dedicarse a ser novelista, le preguntó a Félix de Azúa cómo hacía él para encontrar la manera de concentrarse cada día en el solitario trabajo de escritor. La respuesta de Azúa sirve también para internet: tienes que leer todos los días el periódico, pero puedes emplear media hora en leerlo… o estar todo el día leyéndolo. Depende de ti.
Soy poco amigo de rutinas, pero con los años insisto en una serie de hábitos con los que consigo domesticar mi propio tiempo. Además de algunas elecciones físicas (el lugar de trabajo, la música que escuchas, el tipo de ordenador, la gimnasia previa o la pausa para comer…), y del saludable tiempo que cada día puedas dedicar a otro tipo de escritura (un conocido estuvo casi dos años escribiendo un cuento cada mañana, al principio de la jornada, como simple entrenamiento), están las prácticas que permiten ser productivo en el trabajo diario. Os contaré las mías. No pretendo que sirvan de ejemplo para nadie salvo para mí.
ESTAS SON OCHO COSAS QUE HAGO TODO LOS DIAS:
- Procuro trabajar siempre a las mismas horas. No siempre lo cumplo, pero esta es la única forma de producir a diario, de que tu cabeza e incluso tu cuerpo tomen la escritura como un hábito. Al menos, empiezo a la misma hora.
- Responder a ciertos correos, rellenar papeleos, apaños informáticos o alguna llamada inexcusable son tareas que te pueden comer la jornada. Suelo circunscribirlas al principio o al final de la sesión. Aunque parezca estúpido, una llamada a media mañana puede provocar que las neuronas escapen en desbandada.
- Dejo al menos tres horas seguidas por delante si quiero que el trabajo obtenga fruto. Es lo habitual: sólo en la última de las tres manejas todos los datos en tu cabeza, has atrapado el asunto, tecleas a velocidad de crucero.
- Antes, en la primera hora, es útil entrar en calor repasando el trabajo del día anterior, pero procuro dedicarle el tiempo justo, corro el riesgo de empantanarme y no avanzaría nunca. Casi siempre es mejor tirar para adelante y dejar la revisión completa para el final.
- Me marco objetivos diarios, semanales, quincenales. Me paso las tardes haciendo calendarios, croquis, tablas… cuántos folios diarios debo escribir para llegar a la fecha de entrega, en qué fase del trabajo me encuentro. Ayuda a tranquilizar el estrés.
- Me obligo a escribir. Si no tengo clara la secuencia, escribo la trama; si tampoco la sé, escribo sobre el personaje… Escribo piezas separadas de todo lo que pueda venir a cuento. Y si no se me ocurre nada, escribo literalmente que no se me ocurre nada o, más a menudo, pongo por escrito los problemas que me voy encontrando hasta que acabo por escribir su solución.
- Aprovecho los límites de la jornada para forzarme. Es habitual que llegue tarde a las citas (perdón a muchos de vosotros) porque aprovecho la urgencia del compromiso para escribir a chorro lo que me esté rondando la cabeza. Si no existiera esa urgencia, es más que probable que no me decidiera a escribirlo.
- Y por último, algo que escuché decir al mismísimo Billy Wilder: nunca acabo el trabajo en un punto y aparte. Siempre echo un ojo a lo que viene a continuación, escribo un boceto del trabajo de mañana, lo primero que se me ocurre, por dónde empezar, qué no debo olvidar… Notas que me encontraré al día siguiente y que serán mucho más acogedoras que una mesa de trabajo vacía.
Entonces apago el ordenador. Pero no sé dónde está el interruptor de la cabeza, así que cuando salgo de casa, cuando entro en el metro o cuando me voy a la cama, me asaltan de forma imperiosa líneas de diálogo, cortes de secuencia, arranques del segundo acto… la solución que llevaba todo el día buscando y que dejé por imposible al final de la jornada. Y que ahora aparece cuando nadie la llama y me obliga a apuntarla en una libreta o el dorso de una factura, a romperme los pulgares para anotarla en alguna parte del teléfono o a llamarme a mí mismo para dejármela como mensaje.
Y al día siguiente, claro, cuando me siento a trabajar, ya no me parece tan buena idea.
Magnífico, inquietante, solitario.
Gracias, Antonio. No sé si leer los tres adjetivos del derecho o del revés. Da que pensar.
Fantástico, no le sobra ni una coma. Y encima útiles consejos. Enhorabuena, Carlos.
Gracias, Roberto. Ojalá sean útiles, sí.
¿No has dicho nada de música? Escribes con música? Yo no podría hacerlo de otra manera. Saludos.
Me he limitado (y ya me salió largo) a hablar de cómo reparto la jornada. Se puede hablar mucho sobre costumbres y manías, desde el tipo de letra, lo que ves alrededor de tu pantalla y, por supuesto, la música. Voy por rachas. Hace años era capaz de escribir en mitad de un terremoto, en una sala llena de gente chillando. Después me aficioné a la música tranquila. Y ahora casi nunca pongo música porque me distrae.
Aquí mismo se han publicado listas de canciones para escribir, lo mismo te resulta útil, por ejemplo, esta de Chico Santamano: http://bloguionistas.wordpress.com/2010/06/16/musica-para-escribir-guiones/
A ti también te pasa?? Las que he llegado a liar para apuntar una idea genial a mitad de la noche que me iba a permitir escribir como un poseso durante semanas y al leerla al día siguiente al leerla todo lo que no tenía folios ni tinta suficiente para plasmar se podía resumir con un “cómo?? qué??”… jajaja
En mi casa están acostumbrados: hace años que nadie tira un papel, aunque tenga un simple garabato. El problema es que cuando miro las notas no entiendo mi propia letra. Casi siempre apuntarlo me ha servido para grabármelo en la memoria, pero hay veces que me lamento mirando lo indescifrable: ¿y si esto era, por fin, una buena idea?
Y te juro que es verdad: me mando correos a mí mismo, me dejo mensajes en el contestador… la mayoría de las veces con obviedades. Todo son síntomas de la misma enfermedad.
Magnífica aportación Carlos. En la rutina que he de trabajarme, voy a incluir un punto que sea releer tus posts jejejeje. En serio, gracias por compartir. Inspirador y cercano.
Gracias, Silvestre. Que me relean ya me parece el colmo.
Gracias!
Carlos, muchas gracias por tu entrada.
Que sepas que a tipos que están empezando, como yo, ayuda, y mucho, conocer estos detalles, estos problemas, estas dudas.
Para mí ya es un milagro el hecho de encontrar tiempo para escribir. Pero coincido contigo en que siempre hay que intentar ponerse a la misma hora. Yo consigo arrancar motores muy temprano. Media hora todas las mañanas (a horas imposibles) y luego a la hora de comer (cosas de tener otro trabajo, de esos que pagan las facturas).
Si tiene que ser poco a poco, que así sea.
Eso sí, la cabeza no para nunca.
No sabes cuánto me alegra saber que a alguien le ayuda que yo cuente mis penas, no lo hago por exhibicionismo, créeme. Yo estuve algunos años como tú dices, sacando tiempo de las piedras y robándoselo al sueño para escribir guiones o teatro al tiempo que mantenía otro trabajo digamos alimenticio. Quizá fueran las ganas, pero entonces me cundía más de lo que nunca me ha cundido. Los compromisos, las urgencias, la obligación, la fecha de entrega o los obstáculos de todo tipo nos obligan a producir, mientras que tener todo el día por delante, que debería ser la situación ideal, llega a ser muy duro. Si la cabeza no para nunca y de cuando en cuando abres el grifo para escribir, algo saldrá de todo eso. No lo dudes.
A mí me va cundiendo, pero no se puede producir bien con tan poquito tiempo todos los días.
Hay que organizarse bien. Teniendo poco tiempo (como yo) o todo el día por delante (como tú).
Supongo que la clave es situar hitos en el día (correr por la mañana, escribir x horas, sacar al perro, escribir x horas, etc), ser un poquito alemán e ir cumpliéndolos.
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Muchas gracias por tu análisis de la medición del tiempo y, sobre todo, por tus consejos, Carlos. Voy a seguir a rajatabla como si fuera el primer mandamiento el de prohibirme entrar en internet mientras escriba. Ciertamente, es algo tan letal que lleva minando mi capacidad productiva más de dos años. Yo tampoco puedo escribir como no sea en mi casa y sin nadie alrededor, no sé cómo la gente puede hacerlo…
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