Por Alberto Pérez Castaños.
Un hombre agita una campana en la calle. “¡El Apocalipsis ha llegado. Abandonen toda esperanza!”, grita. Estamos en Madrid, en julio del año 2015, en plena ola de calor. La decimoctava en menos de un mes según algunos meteorólogos, la última de mi vida según mi organismo como la cosa se alargue mucho más.
La calle Sánchez Barcáiztegui de Madrid, en el barrio de Pacífico, es un lugar muy agradable para vivir. También es muy tranquilo: su vecindario está constituido en gran parte por ancianos. Otra curiosidad importante sobre esta calle es que se caracteriza por carecer de corrientes de aire. Los edificios están muy juntos y si alguna ráfaga de viento se cuela por la ventana es porque algún inexplicable error de la naturaleza ha ocurrido. Éste es el escenario en el que nos encontramos Vicente y yo. Los dos somos guionistas, los dos estamos tratando de terminar nuestro primer guión de largometraje y, por supuesto, los dos tenemos mucho calor.
Pronto hará un año desde que empezamos a escribir esta comedia. Teníamos una idea que nos gustaba y ganas de escribir juntos. También teníamos aire acondicionado. Eran buenos tiempos y otra casa diferente. Qué recuerdos. Desconocíamos lo que era sudar, bloquearse o la agonía. Armamos una primera versión de escaleta en apenas dos semanas. Nos reíamos compartiendo posibles chistes para la película, situaciones descacharrantes con las que fastidiarles la vida a nuestros personajes, nos sentimos guionistas. Pasó el verano y pasaron cosas, como una mudanza a otro piso, éste sin aire acondicionado. Pero bueno, era noviembre, ¿calor? ¿qué es eso? Nuestra historia siguió creciendo de manera intermitente entre trabajos y proyectos paralelos. Por fin, hace un par de meses llegó la hora de dialogar; la parte buena, lo divertido, el caramelo. Ahora, estamos a punto de terminar el primer borrador. Nuestro primer guión. Qué ilusión… Pero llegó de nuevo el verano.
¿Cómo lo haría Billy Wilder? ¿Cómo lo haría Azcona? ¿Cómo puede ser que esté sudando tanto?, son algunas de las preguntas que aparecen en la cabeza de un guionista cuando está tecleando una escena en verano. Sobre todo a los que nos gusta escribir en casa porque en cualquier otro sitio nos distraemos, aunque se esté fresquito. Y mira que es complicado escribir con 40 grados de temperatura. Encima, en las noticias dicen que es posible que una nueva ola de calor llegue la semana que viene. Yo le grito a la tele que no, que no hay derecho, hombre. Pero vuelvo a centrarme en la escena que tengo abierta. Se trata de una importante, terminando el segundo acto. El protagonista se tiene enterar de algo clave y, a la vez, tienen que suceder cosas graciosas. El tercer acto asoma y el final está ya ahí. Venga, vamos. Escribo. Y lo hago rápido. Es una rapidez que incluso me sorprende. “Estoy a tope, nada puede pararme”, me digo. Lo único más rápido que mis dedos tecleando es una gota de sudor que baja por mi espalda directa a la rabadilla. “Este chiste está bastante bien”, pienso, “seguro que a Vicente le hace gracia”. Si algo he aprendido escribiendo este guión es que si tu co guionista no sonríe nada más plantearle un gag y no se ríe cuando lo terminas, es que no vale. Termino la escena. Creo que me ha quedado bien. Repaso el chiste, lo pulo un poco. Genial, ahora está incluso más gracioso.
Salgo al balcón para celebrar que hemos dado un paso más para escribir FIN y también para tomar un poco el aire, pero termino celebrando solamente porque el aire quema como el demonio. Qué calor, por el amor de Dios. Veo a un niño arrastrarse por la acera como un gusano y a una mujer cargada con bolsas de la compra y con cara de maldita la hora propuse organizar esa cena en casa. También veo a un anciano que pasea sin camisa, a pecho descubierto, con la despreocupación de aquel que ya no tiene nada que perder –ni que ganar– en la vida. “Ojalá fuese un anciano”, pienso. Pero no. Joder, no. Quiero ser joven, quiero llevar todas las prendas puestas y quiero acabar este maldito guión. Así que vuelvo a la mesa y paso a la siguiente escena.
“¡AAAAAAAAAHHHHHHHHHRRRRRRGGGG!”. Un grito desgarrador me hace dar un bote en la silla. Viene de la habitación de Vicente. Voy corriendo y me lo encuentro con las manos en la cabeza. “Qué pasa, macho”, le pregunto poniendo mi mano en su espalda. Me arrepiento al instante: está sudado y siempre prefiero mantenerme alejado de las transpiraciones ajenas. “Mira”, abre el Celtx –qué asco, lo sé–, le da a “Ajuste de tipo / PDF” y señala la pantalla. ¡106 páginas! Y todavía no hemos llegado al tercer acto. Bueno, que no cunda el pánico. Le veo abatido y algo nervioso. Intento tranquilizarle, pero no hay manera, sigue mirando fijamente ese 106. “Estamos inventando un género: ¡la comedia bíblica! Este guión será nuestro Ben-Hur”, bromeo. Ahora me mira con odio mientras una gota de sudor como un puño de bebé se descuelga de su ceja derecha. “En serio, no te preocupes, esto es normal en las primeras versiones. Lo importante es lo que hagamos en las reescrituras”, y para terminar de animarle le enseño la escena que acabo de escribir, esa tan importante. La lee. “No está mal, pero aquí pasaba algo gracioso, ¿no?, cuando el prota se enteraba de eso”, me dice. Ahora me pongo nervioso yo. “Bueno, hay un chiste que creo que está bien”. “¿Qué chiste?”, responde. Se lo señalo. “Ah, eso”. No es una buena reacción para un chiste. Ahora leo la escena yo y ya no me parece tan buena. Con razón me ha salido tan rápido. “Es que con este calor no se puede”, me defiendo como un cobarde. “Voy a darle una vuelta”, y salgo de la habitación mientras él se pone con otra escena y un pájaro en llamas pasa de largo por la ventana.
Son las cinco de la tarde. Antes de empezar de nuevo con la escena fallida decido procrastinar un poco. Facebook, Twitter, noticias, Twitter, Facebook, Twitter, noticias, Twitter, noticias. En el último repaso leo que se confirma: habrá otra ola de calor la semana que viene. Pienso qué ocurriría si dos olas de calor se solapasen. ¿Moriríamos calcinados al instante todos como Sarah Connor en aquel mal sueño de ‘Terminator 2’? O no. Menos por menos es más, así que haría frío. O quizá debería ponerme a escribir en lugar de pensar tonterías. Pero no puedo, estoy atascado y salgo al balcón. “Seguro que Vicente está más inspirado que yo, así que el guión está avanzando de todos modos”, pienso egoístamente para sentirme mejor. “¡Maldita la hora en la que dejé la ingeniería!”, le oigo gritar en su habitación. El calor le está afectando más de lo que pensaba porque, que yo sepa, estudió audiovisuales. Definitivamente, el guión no está avanzando.
Miro el edificio de enfrente y me doy cuenta de algo. Todos los pisos tienen un aparato de aire acondicionado. “Hijos de puta”, les susurro. Miro sus ventanas y cristaleras cerradas como un gordo a dieta miraría una tienda de tartas. En la calle, el niño que se arrastraba ha desaparecido y sólo queda su rastro de sudor y lágrimas. La mujer de las bolsas ya habrá llegado a su casa, andando o en ambulancia. Sin embargo, el anciano semidesnudo sigue allí, ahora está sentado en un banco con un radio pegada a la oreja. Está apagada, pero no parece importarle mucho. “Ojalá fuese un anciano”, pienso. Pero no. Joder, no. Quiero ser joven, quiero escuchar radios encendidas y, maldita sea, quiero acabar este guión. Así que me siento en la silla, borro la escena y la empiezo de nuevo. Mejor lo doy otro enfoque. Pienso un poco y me lanzo a escribir. Poco a poco van saliendo las palabras. También un chiste nuevo. “Éste sí me ha quedado gracioso”, pienso. Dentro, ya no oigo a Vicente maldecir, sino teclear como un loco. El guión está avanzando. También una nueva gota de sudor por mi espalda hacia la rabadilla. Pero no importa, porque el guión está avanzando. “Estamos a tope, nada puede pararnos”, me digo, “ni siquiera tú, decimonovena ola de calor consecutiva”.
¡Oh, qué identificado me siento! Pero deberías estar contento por vivir tan y tan lejos de la playa, Alberto. Yo vivo a dos minutos de ella, y aquí estoy, encadenando versiones de guión con un ventilador pegado al cogote. Tan cerca y tan lejos…
Lo que hace falta es una buena y refrescante canción del verano, como las de antes, para pasar el trance con algo más de alegría. ¡Que alguien exhuma a David Civera, por favor!
Suerte ; )
Invertid en aire acondicionado leches, que por 400 euros lo tenéis instalado y todo!
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