por Ángela Armero
Sé que llego tarde y que se ha escrito mucho sobre esta película, pero tengo el mal hábito de llegar con retraso a los films que más me gustan, como en este caso. Aún así, no me resisto a hacerlo.
Supongo que todos y todas habéis visto ya “Whiplash”, la historia de Andrew, un joven que toca la batería, cuyo encuentro con un severo profesor, Fletcher, le hace concebir el sueño de ser uno de los grandes a costa de su propia salud física y mental.
Aparte de que la he visto con más tensión que muchos thrillers, y que me ha tenido angustiadísima, me ha hecho pensar en uno de los temas recurrentes de todos los que escribimos, o simplemente, todos los que vivimos insatisfechos con nuestras capacidades: la necesidad de tener un Fletcher para depurar lo que sea que llevemos dentro.
Vaya por delante que deploro y condeno los métodos del profesor que aparece en la película y que con tanta brillantez interpreta J.K. Simmons. Si alguien hace eso es un sádico, un loco y un malvado… Pero tampoco, creo, se aprende nada de las personas que siempre ven favorablemente tu trabajo; es en el mismo hecho de contar con un mentor, con una persona que te pregunta “¿Es lo mejor que puedes hacer?” donde creo que reside una ayuda inestimable para desarrollar el talento que cada escritor potencialmente tiene.
Hace muchos años, cuando salí de la Escuela de Cine de Madrid, tuve una figura en mi vida que sirvió de Fletcher. Sin bofetadas, sin humillaciones colectivas, pero sí que me dijo, a las claras, y durante bastante tiempo, cuando algo no era lo suficientemente bueno, o dicho de otro modo, cuando era muy malo. Tratamientos de cuarenta páginas tachonadas de notas en mayúsculas y en rojo. Órdenes de comenzar de cero desde la nada. Hubo una época en que esa era mi rutina, y me alegro enormemente de que así fuera. Esta persona sigue siendo importante en mi vida y me dio la oportunidad de mejorar (mucho) y de adquirir mi propio criterio. Y si, hubo muchos días en los que lloré, pero nunca, ni cuando más me había equivocado, pensé que no servía. Supongo que un buen mentor es el que sabe espolear la creatividad y el aprendizaje sin que te ahorques en tu cuarto de baño.
Cuando una o uno es jovencito, o no tan jovencito, pero sale de una escuela o de una universidad con la vocación de ser guionista, su relación con la escritura es como una incipiente historia de amor, como un enamoramiento algo violento, cuyo futuro es impredecible. Y en eso reside su tremenda capacidad de seducción, y la osadía y la pasión con la que se escriben los primeros guiones, se abordan las primeras pruebas o proyectos. Es el ardor del amor nuevo, del amor no conquistado. Lo damos todo porque sabemos que de ello depende que esa compañía esté con nosotros siempre. Y se ama como se ama a las personas difíciles: con una mezcla de desesperación y entrega, pensando, “Algún día no tendrás secretos para mí”. Y en ese enamoramiento, en ese cortejo es donde se hace imprescindible la figura del mentor, que sirve como una especie de Cyrano, que nos indica el camino a seguir para conquistar esa escritura que se nos resiste, porque al principio siempre es torpe, titubeante, y que muy a menudo nos avergüenza.
Cuando hay un Fletcher en nuestra vida tenemos una situación difícil, pero también una promesa en el horizonte. Estamos conviviendo con nuestras limitaciones, pero un buen mentor te muestra aquello que, potencialmente, puedes ser o llegar a ser… Y, enamorados como estamos de escribir guiones (o de cualquier otro talento) soñamos, como hace el prota de Whiplash, con llegar a ser “uno de los grandes”. Y es natural. Esos delirios de grandeza siempre aparecen cuando empezamos y, en general, con el paso del tiempo, cada vez nos resulta más difícil conservar según qué aspiraciones. Así que, al principio de la incierta historia de amor, tenemos limitaciones y un potencial que se nos anuncia, en nuestra ingenuidad, casi infinito, en ocasiones alentado (si tenemos esa suerte) por un Fletcher de la vida.
Corte a: Muchos años y muchos trabajos después. Hemos logrado consolidar esa historia de amor. Podríamos decir que nos hemos casado con la escritura, que hemos tenido la suerte de hacer de ella nuestra forma de vida y que nos ha dado muchas cosas buenas. Realización, trabajo, dinero, amigos, y un tema inagotable del que hablar en las bodas (bueno, para mí esto es algo malo, la verdad). Pero no es un matrimonio enteramente feliz, no lo es casi nunca. Porque ahora contamos, de una forma u otra, con la técnica que hemos perfeccionado todos estos años, pero ya no tenemos la pasión (o sí, pero no la misma que teníamos cuando todo era incertidumbre) y en cambio, sí tenemos el lastre de nuestras limitaciones, ese se ha transformado, pero no nos ha abandonado. Puede que sean muchas menos, pero siguen estando ahí. Y ahora, cuando más o menos nos ganamos la vida con esto, escribimos guiones que (más o menos) gustan o que nos consiguen cierto crédito, ya no tenemos la misma motivación que antaño. Ya no tenemos mentores, sino jefes, o personas a las que convencer, pero su relación con nuestra forma de escribir es enteramente distinta. No quieren hacernos mejorar; quieren servirse de nuestra fuerza de trabajo y punto.
Pero por supuesto hay retos en el presente. Para mí, lo que me ha recordado ver “Whiplash” es una necesidad con la que convivo desde hace tiempo. Cuando somos profesionales, tenemos dos opciones. Convertirnos, aunque sea de vez en cuando, en un Fletcher interno que nos apunta la dirección correcta, aunque duela, aunque moleste, o convertirnos en nuestra madre, y aplaudir todo lo que hacemos.
Creo que lo mejor para nosotros y para lo que escribamos pasa por mantener vivo ese amor adolescente y febril. Y también, por escuchar, esa voz, ya olvidada, que a veces viene del pasado y nos pregunta. “¿Es eso lo mejor que puedes hacer?”
Como ‘jovencito’ me siento cercano a esa incertidumbre inicial de la que hablas, que es tan estimulante como angustiante. Imagino que visto desde la perspectiva de quien años después ha conseguido asentarse en el mercado laboral, ese primer estadio debe verse con nostalgia, e incluso cierta condescendencia. Pero algo me dice que sí, que el Fletcher que todo guionista alberga es mucho más cabrón y exigente al principio, lo cual me parece bastante lógico si tenemos en cuenta que el momento de empezar desde cero requiere de una voluntad y un esfuerzo mucho mayor (aprender la técnica, coger referencias, crecer intelectualmente…) que el momento de evolucionar, dónde se trata más de corregir, mejorar, pulir… Siempre es mucho más costoso arrancar que coger velocidad, por eso la exigencia debe ser mayor. Supongo que lo suyo es no caer en esa postura cómoda y autocomplaciente de acabar creyéndose que uno ha concluido su aprendizaje por el hecho de ganar un premio, conseguir un contrato o suscitar admiración entre familia o amigos. Luego está lo del paso del tiempo y eso -que parece ser un proceso natural- de que los deseos humanos se van enfriando irremediablemente. Es aquello de ‘el amor ¿muere o se transforma?’.
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