ASESINAMOS A UN NIÑO CADA DÍA

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Por Juanjo Ramírez Mascaró.

Desde hace algunos meses vivo muy cerca de Tirso de Molina (Madrid) y no hay semana que no tenga que entrar en esa estación de metro, o salir de ella.

El otro día mi novia descubrió una cosa, investigando para su trabajo:

La estación de Tirso de Molina está construida sobre un cementerio.

Entre los siglos XVI y XIX hubo un convento donde ahora se encuentra la estación. Al parecer, cuando empezaron a cavar para iniciar las obras del metro descubrieron que estaban haciéndolo justo encima de la necrópolis donde enterraban a los frailes del convento.

¿Qué hicieron con los huesos? Pues… como no sabían dónde meterlos, los dejaron allí, tras las paredes de la estación. ¡La de veces que he esperado o abandonado trenes allí, sin saber que me encontraba en unas catacumbas dignas del mismísimo Allan Poe! Seguro que al propio Tirso de Molina le habría encantado la idea, como tatarabuelo que era de los escritores románticos.

Ésa es sólo una de las miles de cosas que están ahí, ocultas tras un frágil biombo de cotidianeidad. El ser humano es una criatura que se caracteriza por aburrirse en sitios en los que ocurren o han ocurrido cosas fascinantes.

Los nombres de las calles, por ejemplo: Todas se llaman como se llaman por alguna razón. Estamos tan acostumbrados a pronunciar esos nombres que olvidamos que detrás de cada uno de ellos hay una historia.

El otro día, sin ir más lejos, hablaba con un amigo acerca del nombre de una calle que está – curiosa coincidencia – justo al lado de Tirso de Molina. Me refiero a la Calle de la Cabeza. ¿Sabéis por qué se llama así? Por algo que, según la leyenda, sucedió en esa calle: Un caballero del S.XVI decidió comprar una cabeza de carnero en el rastro. La llevaba envuelta en su capa, pensando en cómo se la iba a zampar… y la sangre del carnero goteaba. Un alguacil se fijó en esas gotas de sangre y, “¿Qué lleva usted ahí?”, preguntó. “Es sólo una cabeza de carnero”, respondió el caballero. Pero cuando desenvolvió la capa para mostrarla, del interior no surgió la cabeza del animal, sino la de un hombre. O al menos eso aseguran los más fantasiosos. Ocurriese eso o no, lo que sí afirman los escritos más rigurosos de la época es que a causa del shock aquel hombre terminó confesando un asesinato que había cometido años atrás, y del que había salido impune. El tipo en cuestión, antes de ser caballero, había sido el criado de un sacerdote: Un sacerdote al que terminó estrangulando.

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Soy consciente de que nunca podré conocer todas esas curiosidades que me rodean, y eso me parece maravilloso. Porque implica que siempre, aunque viva mil años, tendré algo nuevo que descubrir. Por otra parte, creo que todos los que nos dedicamos a escribir deberíamos cultivar esa curiosidad, ese ansia de descubrir cada día que el mundo es ligeramente distinto a como creíamos que era, esa sensación de que nunca podremos dar nada por hecho, ese tacto blandito de arenas movedizas bajo el pie.

Ese estado mental que, para un escritor, ES ORO.

Vaya sarta de obviedades. Se cree que está descubriendo la pólvora“, pensaréis. Y por supuesto que no la estoy descubriendo. Pero, ¿cuántas veces nos aplicamos el cuento en nuestra vida cotidiana? Yo soy el primero que deja transcurrir la mitad de su existencia como un autómata, sin cuestionarse demasiadas cosas, mirando al dedo cuando el dedo señala a la luna.

En esto de la escritura casi todos nos desgañitamos la garganta repitiendo hasta la saciedad lo importante que es conservar ese “sense of wonder“, lo crucial que es alimentar a ese niño interior que se supone que no debemos perder bajo ningún concepto. Pero, ¿cuántos de nosotros nos dejamos llevar por la inercia, por las prisas? ¿Cuántos de nosotros tenemos a ese niño interior pasando hambre?

Aquella gran película del gran Chicho planteaba una pregunta escalofriante: ¿QUIÉN PUEDE MATAR A UN NIÑO? Y quizá la respuesta sea que casi todos asesinamos a un niño cada día… y ese niño somos nosotros.

Por si eso fuera poco, vivimos en una sociedad donde el asesinato de ese niño queda impune, como el del hombre de la calle de la cabeza. Porque hemos convertido el cinismo en algo “cool”.

Yo a veces retrocedo emocionalmente a aquel día en que, siendo niño, descubrí que en nuestro planeta existieron unos bichos llamados dinosaurios. A aquella edad tan temprana yo ha había sido “instruido” sobre que no existían los dragones, ni los monstruos. Y de repente… ¡zas, en toa la boca! Allí estaban esos libros CIENTÍFICOS demostrando que los monstruos y los dragones sí existían o, como mínimo, existieron.

Esa revelación fue la primera, pero no la única. Cada equis tiempo descubro cosas que me invitan a pensar que el mundo no es necesariamente tal y como me lo han contado. Me da igual si se trata de unas catacumbas en la estación de metro de mi barrio, de gente descubriendo América mucho antes que Colón, de hallazgos acerca de cómo funciona el Universo o cómo funciona el mundo subatómico… Lo realmente importante para mí no es acumular esos datos, ni siquiera la veracidad o falsedad de los mismos. Lo importante es ese cambio de chip, ese estado mental que cede el timón al puto niño interior, no sólo ante el teclado, sino ante la vida en general.

Finalizo con otro recuerdo. Hace algún tiempo vivía en otro edificio. Llevaba más de un año residiendo allí. Todos los días entraba y salía varias veces y de repente, uno de esos días… me di cuenta de que no sabía cómo era la fachada de mi edificio. Si alguien hubiese ido a interrogarme sobre el tema diciéndome que era cuestión de vida o muerte, no habría sabido describir esa fachada en cuyo interior llevaba viviendo más de un año. Aquel día crucé a la acera de enfrente y contemplé la fachada pensando: “Qué bien. Aún no conozco el mundo en el que vivo”.

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