JUAN MIGUEL LAMET (1934-2014)

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Dos Bloguionistas hemos sido alumnos de Juan Miguel Lamet y al conocer la noticia de su fallecimiento hemos sentido la necesidad de escribir algo sobre él. Al descubrir esto, nos ha parecido bien publicar nuestros textos el mismo día. Hay muchos parecidos en los textos, pero respetando nuestro recuerdo, hemos decidido dejarlos tal y como estaban.

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Escribid algo sobre alguien a quien quisierais y haya muerto. Ese fue el primer ejercicio que nos puso a mis compañeros y a mi Juan Miguel Lamet, el primer día de primero de guion, hace ya más de una década. Y fue toda una declaración de intenciones de cómo iban a ser sus clases, de cómo era nuestro profesor.

Cuando le conocimos ya tenía sesenta y tantos y una salud delicada, pero a pesar de ello siempre daba sus clases con energía y entusiasmo. Siempre vestía con traje y corbata, y escribía con pluma. Tenía una letra bonita, y siempre anotaba sus lecciones en pequeñas cartulinas. Era averso a la tecnología, y aunque ya existía el DVD, el prefería traer sus VHS a clase, con la película en el punto en el que quería que viéramos alguna escena en particular. Apenas oía por un oído, no recuerdo cuál, y en ocasiones tenías que cambiar de lado para que te escuchara. Solía traer, en su maletín, varias cintas y libros; muy a menudo nos los regalaba, por haber hecho bien un ejercicio o simplemente de manera aleatoria, o por simpatía. La mayoría escuchábamos embobados sus clases, con sus frecuentes paseos por el aula, o cuando estaba sentado en la mesa, sobre la que sus manos hacían unos giros continuos, como si tuvieran vida propia.

Como he dicho, nos ponía escenas, o nos leía historias, y nos planteaba ejercicios que frecuentemente tenían más que ver con nuestra personalidad y experiencias que con la teoría del guión. Era, además, un maravilloso contador de historias. Le entusiasmaba la relación entre la vida y la obra de los escritores y las escritoras y nos contagiaba su entusiasmo mientras le escuchábamos, en silencio. Así, supimos de Lillian Hellman y sus batallas; del papel de Max Brod; de la breve existencia de Katherine Mansfield. Para Lamet, vida y escritura eran lo mismo. Y nosotros, nos hizo ver, éramos escritores. Cultivó y refinó nuestras habilidades, siempre instándonos a ser originales y sinceros, animándonos a contar la verdad, a dejar que la vida empapara nuestros guiones y viceversa.

Gracias a él vimos el gran sopor que fue para mi la trilogía de Antonioni, pero también “Te querré siempre”, “Roma Citta Aperta” o “Carta a una mujer desconocida”. Gracias a él escribimos nuestros titubeantes primeros guiones, y supimos de mundos enteros, de vidas tempestuosas, de secretos que él puso a nuestra disposición.

El último día de primero, a lo maestro Yoda, quiso darse un paseo con cada uno de los alumnos por las galerías de la Ecam, para darnos su opinión sobre nosotros y sobre nuestro futuro. A mi me dijo algo que jamás olvidaré y que sirvió tanto para darme ánimos como para bajarme los humos (humos que, por otro lado, todo alumno sano de primero de guion tiene). Desde entonces he tenido muy presentes sus palabras y sigo trabajando para aplicar el consejo que me dio.

Así era nuestro profesor Juan Miguel Lamet. El que señalaba el camino, el que nos hacía bucear en las profundidades de nosotros mismos. El que contaba la verdad, aunque mintiera. El que compartía los tesoros. El que te daba una colleja y al mismo tiempo te animaba a creer en tus posibilidades. Tenía a menudo una sonrisa franca en los labios, y cuando describía las novelas, diarios o películas que más le gustaban, utilizaba a menudo el adjetivo “prodigioso”.

Y sí, nos convenció de que la literatura y el cine son prodigiosos, pero también la vida. Creo que así vivió hasta su último momento, engañando a su delicada salud con una curiosidad invencible y un enorme amor por las personas, los libros y las películas.

La última vez que le vi coincidimos en la Ecam. Quedamos en comer el próximo día, pero el resto de mis clases fueron por la tarde, y no le volvi a ver. Sobra decir lo mucho que me apena no haber buscado esa ocasión, pero me quedo con todo lo anterior, con la sonrisa franca, con las clases, el maletín, los libros…

Gracias, Lamet, por todos los prodigios.

Ángela Armero

***

 

Hace unos diez días murió Juan Miguel Lamet. Me dio clase de guión durante dos cursos en la ECAM. Posiblemente es el profesor que más ha influido en mi vida. Fue él quien me llamó por teléfono después de leer “Algunas chicas doblan las piernas cuando hablan”, mi guión original de segundo curso, para decirme que le había gustado. Creo que fue la primera vez que alguien me dijo de forma expresa que un guión mío estaba bien. Recuerdo que, nada más colgar, salí de casa, aquél piso compartido en la trasera del Mercado de Maravillas, abrumado por el reconocimiento. Fui hacia la calle Orense, caminando sin ser consciente de adónde iba, pero diciéndome a mi mismo que debía contener mi entusiasmo.

También fue él quien le pasó el guión a otra profesora de la Escuela, la realizadora Ana Díez, que acabó dirigiéndolo algo más tarde. Al poco tiempo de salir de la ECAM ya habían rodado un guión original mío. Nada de eso hubiera ocurrido de no ser por Juan Miguel.

También fue él quien me regaló los “Carnets” de Camus, que había comprado en una de esas excursiones que hacía a la Cuesta de Moyano o a la Feria del Libro Antiguo y de las que volvía con un cargamento de libros, uno para cada alumno. Los compraba pensando en quienes eran sus alumnos pero, quiero creer, también en quiénes creía que podían llegar a ser.

Se preparaba mucho las clases. Siempre llevaba textos para acompañar las proyecciones de películas. Muchas veces eran diarios. Recuerdo haber leído en su clase los de Katherine Mansfield y los de Lillian Hellman… Le encantaban los relatos en los que la frontera entre la ficción y la biografía era casi invisible. No sé si él lo hubiera dicho así, pero parecía sostener que una historia sólo es buena si procede de una experiencia personal. Y eso a algunos nos resultaba algo irritante, sobre todo cuando lo que nos había impulsado a ser guionistas eran aquellas películas norteamericanas que tan poco tenían que ver con nuestras vidas.

Fue en sus clases donde vi por primera vez “Umberto D.”, “El general Della Rovere” y otras películas neorrealistas italianas que me encantaron. También otras como “La aventura” de Antonioni, que me aburrieron soberanamente. Recuerdo que Lamet nos decía que ésas eran las películas que podíamos aspirar a hacer. Ése era el cine que correspondía a nuestra tradición europea. Ésa la industria en la que, con suerte, podríamos llegar a trabajar. En aquél momento esas frases hacían que me hirviera la sangre. Ahora no sólo las entiendo, sino que las comparto y repito, de vez en cuando, olvidando que no son mías.

Nos hacía escribir mucho en clase. Casi nunca guiones, sino relatos breves, ficticios o no. Controlaba el tiempo severamente y luego pedía que leyéramos nuestras redacciones en voz alta. Después las calificaba, como si se tratara de un examen. Había algo de viejo maestro de escuela en sus formas. Cuando leíamos, a veces parecía irritarse por una de las primeras frases del texto, empezaba a negar con vehemencia y ya no hacía caso al resto. Su voz era muy característica y, a veces, algo desagradable. Eso y lo tajante de algunas de sus frases le hacía parecer áspero cuando, realmente era de una sensibilidad extraordinaria.

También se reía. Mucho. Lo hacía de una forma bastante ruidosa. Muchas veces lo que celebraba eran sus propios chistes. Como si a él mismo, con su aspecto de subsecretario de la administración durante el franquismo, le sorprendiera ser capaz de comentarios tan atrevidos.

Cuando acabé mi primer corto como director se lo dediqué. Aunque la narraba una chica, la historia estaba inspirada indirectamente en algo que me había ocurrido. Tal vez por ello le gustó. O tal vez sólo porque le estaba dedicado. Creo que les puso el corto a alguna de las nuevas promociones de alumnos. Recuerdo haber ido a su casa a llevarle alguna copia. También recuerdo que hablamos de vernos otro día para tomar un café. Incluso propuso el Kon-Tiki, una cafetería de la zona de la Castellana que inmediatamente quedó asociada en mi imaginario a una serie de lugares míticos del Madrid de los 60 y 70 en los que seguramente Lamet se reunió con Summers, Picazo, Drove, Borau y otros directores y guionistas con los que trabajó en aquél fugaz “Nuevo cine español”.

Le envié un tarjetón cuando murió su esposa. “No puedo imaginar lo que estás sufriendo” – le decía. “Efectivamente” – me respondió unos días más tarde por teléfono – “es un dolor inimaginable”.

En los últimos años perdimos casi toda relación. Alguna conversación telefónica en la que le notaba un poco ausente, tal vez por la sordera, y que sólo se animaba cuando le preguntaba por sus nuevos alumnos. Entonces hablaba con entusiasmo de gente prometedora a la que yo no conocía de nada. Reconozco que eso me daba celos: Lamet era un mentor que yo no quería compartir.

Hace unos meses le llamé: íbamos a proyectar “Ilusión” en la ECAM y quería saber si podría verle allá. Me respondió que ese día no le tocaba clase. Decidimos que le dejaría un DVD de la película en la Escuela para que lo recogiera en cuanto fuera de nuevo allá. Dije que, cuando la viera podríamos quedar a tomar algo para que me contara qué le había parecido y me hablara de cómo le iba la vida. Realmente yo pensaba en tomar con él en el Kon-Tiki ese café tan largamente aplazado. Respondió que sí. Pero no llamó. Seguramente ni siquiera recogió el DVD de la película.

Murió hace unos pocos días. Parece que de un infarto fulminante, en su casa de Madrid. Nadie debería morir en verano. Nadie debería morir en una estación en la que la gente lleva chanclas, la familia y los amigos están de vacaciones y se enteran de lo ocurrido tarde y mal.

Yo mismo lo he sabido casi de rebote. Y ahora me siento culpable por no haber tenido más contacto con él en los últimos años, por no haberle escrito o insistido para vernos. Me siento culpable por no haberme despedido de él, por no haber hecho todo lo posible por enterarme de dónde y cuándo se le enterró. Por no haberle hecho saber lo mucho que me ayudó.

Ese hombre cabezón y sensible, ese cascarrabias de otra época me ayudó más que nadie. Sin él, simplemente, no sería quien soy. Tal vez ni siquiera seguiría escribiendo.

Como decía la dedicatoria de “Sutura”, gracias, Juan Miguel. Por todo.

Daniel Castro

El próximo miércoles día 10 se celebrará un funeral en memoria de Juan Miguel Lamet a las 20h. en C/ Maldonado, 1 (Parroquia San Francisco de Borja).

 

5 comentarios en «JUAN MIGUEL LAMET (1934-2014)»

  1. Queridos, compañeros, como ex alumna de Lamet en la ECAM, me he emocionado al recordarle a través de vuestras evocaciones, las cuales comparto totalmente.

    Coincido en la importancia que le daba al concepto de “cine-vida”, su famoso “tenéis que escribir con las tripas”. Recuerdo cómo nos temblaban las manos los primeros días de clase cuando teníamos que leer en voz alta ante nuestros compañeros aquello que habíamos parido en 25 minutos contados, y cómo a mitad de curso, ya nuestras manos y voces no temblaban, sino que leíamos nuestras “pequeñas obras improvisadas” con total seguridad. Sus clases parecían un gimnasio de mentes cada vez más ágiles con los bolis. Todos estábamos allí, porque, además de gustarnos mucho el cine, nos creíamos escritores, pero creo que fue él quién nos acabó de enseñar que ser escritor, además de esa consagración a la búsqueda eterna de “la verdad”, implica ser capaz de escribir por encargo, bajo presión, en tiempo limitado… y no sólo cuando nos visitan las musas. Para mí esa es la gran lección que aprendí de Lamet.

    Y acabo mi evocación “improvisada” con el recuerdo de un detalle de su personalidad que creo que lo caracterizaba muy bien. Como ya habéis dicho, estaba medio sordo y cuando caía la noche y se ponía a ver una película, tenía un truco para saber si era buena o mala: apagaba su audífono y la veía sin sonido durante unos minutos. Si la entendía, si mantenía el interés, es que la película era buena y la seguía viendo. Si no, apagaba la tele. Mi querido amigo Dani (compañero de clase de esos dos maravillosos años en la ECAM) comentaba que él a veces se escuchaba diciendo frases que había hecho suyas, pero que eran de él. Pues bien, yo siempre explico esta anécdota de Lamet en mis clases, porque es perfecta para lograr inculcar a futuros guionistas ese objetivo final de que las imágenes hablen por si mismas, aunque nuestra herramienta para evocarlas sean las palabras.

    Gracias, Lamet.

    1. Queridos alumnos de Juan Miguel Lamet,

      Soy su hija, Isabel, me gustaría agradeceros estos maravillosos comentarios. El disfrutaba de sus clases y de todos vosotros, le hacíais continuar en la vida a pesar de sus achaques de salud, se pasaba tardes enteras hablándome de vosotros, de cómo iban las clases y de los nuevos ejercicios que estaba preparando.
      Vuestros comentarios me enseñan esta bonita faceta de mi padre, la de profesor, humanista y muy implicado con la juventud y sus problemas, a pesar de la diferencia entre generaciones.
      Tenía muchas facetas profesionales, guionista, productor, escritor y profesor, está última para mí, su vocación real, aunque la encontrara en su última etapa de la vida, le daba mucha satisfacción pero sobre todo estaba muy ORGULLOSO de vosotros, siempre me decía María fíjate algunos de ellos serán el futuro del cine español y seguro que recogerán muchos premios de guión a lo largo de sus carreras.
      Muchas gracias,
      Espero veros esta tarde a todos, a él le encantará volver a veros.

  2. Queridos Ángela, Daniel, Coral y demás ex-alumnos de Juan Miguel:

    Me he encontrado con vuestros textos tiempo después de que los publicarais. Poco que añadir a lo que ya contáis vosotros: fue un hombre apasionado de su trabajo, carismático, especial. La penúltima vez que le vi le regalé un libro de James Salter (“Todo lo que hay”); se lo compré porque el epígrafe dice así: “Llega un día en el que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales”. Cuando lo leyó me dijo: “Esto es verdad”. Yo ya lo sabía, él me lo había enseñado.

    Gracias por vuestras palabras y gracias, Juan Miguel, por las palabras y por todo.

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