Escribimos guiones para que sean transformados en películas. En productos audiovisuales. Escribimos con un bolígrafo o con un teclado. Pero ésas no son las herramientas con las que se cuentan las historias en el cine. El cine usa una cámara y un micrófono. Y el público recibe las historias mediante otras herramientas: una pantalla y un altavoz.
Sin embargo, según mi experiencia, el estudiante de guión promedio vive refugiado detrás de las palabras. Parapetado tras su teclado, ejecuta subterfugios retóricos para no tener que concretar qué va a ver la cámara. Y contándole al micrófono cosas que los personajes no tienen ninguna razón para decir en voz alta.

Quentin Tarantino. Foto: Mark Seliger.
En los talleres de guión que imparto en ECAM, en el Master de Guión de Salamanca y en el Máster de Guión de Mediapro suelo implicar a toda la clase en un análisis pormenorizado de los guiones que ha escrito cada alumno. Y en todas las clases acabo repitiendo las mismas palabras: “Sólo tienes una cámara y un micrófono para contar tu historia. Las explicaciones no te van a ayudar en el rodaje. Concreta”.
No sé cuántos profesores de guión insisten en esto. Sospecho que no los suficientes. Gran parte de la enseñanza de guión está enfocada a la primera herramienta. Muy frecuentemente, nos olvidamos de que escribimos para grandes grupos de personas. Quizá porque estamos acostumbrados a esa falacia según la cual escribir pensando en el público es demagógico, banaliza la historia, y representa una derrota ante la tiránica “señora de Cuenca”.
Pero el hecho es que escribimos para el público. Y más nos vale ser consecuentes con ello. Para mí, uno de los ejercicios clave es leer los guiones en voz alta. Preferiblemente, para un grupo de personas. En su defecto, para una sola. Leer tu guión en voz alta tiene una diferencia fundamental con dar tu guión a leer, y es que tú marcas el ritmo de la experiencia. Tu público, o tu oyente, tiene que estar ahí sentado en la butaca, escuchando. Igual que ocurre en el cine, no puede levantarse a ponerse un café ni empezar a tuitear (hmmm).
Esa diferencia fundamental es la que hace que los intérpretes de música, de drama y de danza lleguen a ser estrellas, mientras que muy contadas personalidades de la literatura, la pintura o la escultura llegan por los pelos a serlo. La experiencia escénica es una liturgia. Y lo es porque el ritmo viene impuesto. Y viene impuesto porque el ritmo lo es todo.
Paul Schrader solía testar sus historias con el siguiente truco: quedaba con alguien en un restaurante y le empezaba a contar su historia. A mitad del relato, fingía recibir una llamada y se ausentaba cinco minutos. Al volver a la mesa, no retomaba la historia. Esperaba a ver si su acompañante se lo pedía. Si no lo hacía, ya sabía que la historia tenía problemas. Porque si la historia es buena, y el ritmo es adecuado, simplemente no nos podemos quedar a medias. Necesitamos terminarla.
Puedes escribir todo lo bien que quieras. Puedes adjetivar como un poseso y llenar tus acotaciones de adverbios en -mente. Pero nada de eso servirá para cautivar a tus espectadores. Sólo el ritmo lo hará. Y para llegar a conocer el ritmo de tu guión tienes que leerlo en voz alta. A ser posible, varias veces. Llegará un momento en que lo interiorices. Llegará un momento en que no necesites leer tus guiones en voz alta. (Aunque probablemente quieras seguir haciéndolo, porque la experiencia no tiene precio.) Pero cuando empiezas, es absolutamente fundamental.
Bonus track: Brian Koppelman contaba ayer en un artículo que se encontró con Tarantino en un avión y el director le estuvo leyendo Kill Bill directamente de su bloc de notas. Y es que él siempre lee sus guiones en voz alta.
Así que recordad: hay que leer los guiones en voz alta. No lo digo yo, lo dice Tarantino.
This was a memorable flight. Quentin. Me. Whiskey. And Kill Bill. http://t.co/NJB3Tb1WdV
— Brian Koppelman (@briankoppelman) January 30, 2014
Amen!
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