por Carlos López
Todo empieza en una fiesta de cumpleaños, que es como empiezan muchas películas. El protagonista de esta historia cumple diecinueve. La fiesta hay que imaginarla, no consta si los invitados se pasaron de la raya o si el propio anfitrión empleó la noche en deambular por ahí cerrando garitos. El caso es que perdió el móvil. Al día siguiente lo denunció, la compañía le confirmó que procedían a bloquearlo. Y tan sólo veinticuatro horas después, la policía le llama y le dice que pase a recogerlo: el móvil ha aparecido entre los objetos requisados a unos detenidos. Nuestro protagonista, el de los diecinueve recién cumplidos, vamos a llamarlo F, recupera su móvil y vuelve a activarlo.
Hasta ahí, ningún interés. Bueno, ¿habéis leído a Syd Field? Preparaos para el giro. El vértigo. La pesadilla.
Algún tiempo después, la policía vuelve a presentarse en casa de F. Esta vez, para detenerlo. ¿Por qué? Su teléfono apareció entre los teléfonos de los ladrones, ¿recuerdas? La policía piensa que F es uno de los ladrones. La noche siguiente a su cumpleaños, en la carretera de Alicante a Elda se registraron siete asaltos a diferentes vehículos. Los asaltantes actuaban siempre de la misma forma: provocaban un accidente y en la confusión posterior se llevaban lo que podían del coche contra el que se habían empotrado. Dos de las víctimas, de las personas que sufrieron los robos, identificaron en el juicio a nuestro F como uno de los ladrones.
F fue condenado a diez años de prisión. Sin antecedentes. Sin huellas ni restos de su ADN en los coches usados por los delincuentes. Por perder su móvil. Lleva cumplido un par de años. En todo este tiempo, los padres han reunido casi cien mil firmas para conseguir que se revise el caso. Entretanto, sin embargo, el Supremo ha rechazado dos recursos.
¿De verdad que habéis leído a Syd Field? Bueno, pues aquí llega la mitad de la película. El director de la prisión donde F cumple condena, convencido de que las cosas no cuadran, comienza una investigación por su cuenta. Localiza en prisión, en diferentes prisiones, a los autores incriminados en el mismo caso. Les pregunta por F. No lo conocen. Nunca le han visto. Están dispuestos a declarar. Si un juez les llama, claro…
Esta es una historia real, sí. Apareció publicada en todos los periódicos. Algún amigo me dijo aquello de aquí hay una película. Y yo, sensible como sabéis a los trasvases entre realidad y ficción, alcé las orejas como un perro de caza y leí varias versiones del caso, del derecho y del revés, haciéndome las preguntas que uno debe hacerse cuando piensa si esa es la historia que quiere contar.
Primero de todo, ¿es una película porque parece una película? La mayor parte de las veces que una historia real nos parece alucinante, cuando la transportamos al relato de ficción deja de ser alucinante para convertirse en disparatada o inverosímil. En el caso de la historia de F, el hipotético espectador se hace muy pocas preguntas. Básicamente, dos: ¿F es culpable? ¿Cómo van a salvarle? Y esta última, seguro de que la salvación llegará puntual allá por el minuto noventa, salvado algún contratiempo de última hora. En el espectáculo todo se reduce a veces a unas reglas tan simples que resultan previsibles. ¿Y qué hacemos, entonces, para evitarlo? Bueno, podemos complicar la respuesta a la primera pregunta o, mejor dicho, ofrecer diferentes respuestas a lo largo de la película, jugando al gato y al ratón con el espectador. Podemos construir la historia a la manera de las muñecas rusas, o contando un punto de vista y a continuación el contrario, podemos sacarnos un as de la manga, reírnos del espectador, de los hechos, de la familia real de F, de todo lo que se nos ponga por delante. ¿Es más interesante? Puede. Lo dudo.
Como guionistas, debemos hacernos más preguntas. No son las que plantearía el juez, sino las que necesitamos para contar bien la historia. Y son muchas. ¿Cómo es nuestro F? ¿Dónde y con quién estuvo la noche de su cumpleaños, en qué momento de la historia vamos a contarlo? ¿Cómo pudo llegar el teléfono hasta la carretera de Alicante a Elda? ¿Quiénes son los miembros de la banda? ¿Vamos a conocer a alguna de las víctimas? Y las más importantes: ¿Cuál es el punto de vista de la historia, el de F, el de un policía, el de los padres de F, el de un amigo? ¿Dónde empezamos a contar la historia, cuando apaga las velas, cuando la policía viene a detenerlo, cuando el director de la prisión empieza a investigar? ¿De qué estamos hablando exactamente, de mala suerte, de fatalismo, de amistad, de paternidad, de justicia?
Y por último, la más difícil de responder para mí, la que nunca se nos puede despistar: ¿qué está esperando el espectador que le contemos?
Hace años, preparando un guion, tuve la oportunidad de entrevistar a un juez. Le pregunté sobre los errores judiciales y él me devolvió hábilmente la pregunta: ¿qué porcentaje de aciertos me parecería suficiente para considerar que nuestro sistema judicial se acercaba a lo infalible? ¿Un noventa y siete por ciento? Ya nos gustaría, repliqué. Eso sería todo un éxito. Pues bien, en España la población reclusa ronda los setenta mil internos (aquí podéis consultar las cifras). En caso de que la Justicia se aplicase con ese mínimo margen de error, eso significaría que en las cárceles hay dos mil personas condenadas por equivocación.
Dos mil inocentes durmiendo entre rejas. Pensad en ellos esta noche, cuando os arropéis en vuestra cama. Dos mil.
Ojo, que aquí hay otra película. También es una historia real, solo que en ésta los protagonistas son claramente culpables. Va a ser más difícil empatizar con ellos, a menos que les busquemos una buena motivación, algo más envidiable que la codicia. O que elijamos como protagonista a alguien al margen del núcleo de la historia. Que es más que prometedora, tal como apareció en los medios. Hay una caja fuerte, un ex ministro, un policía condecorado detenido como autor del robo, un rumano con capucha que tortura por encargo. Y casi tres millones de euros de botín.
Dejadme que por una vez empiece muy por el principio.
Un ex policía, llamémosle R, trabaja durante años como escolta de un acaudalado empresario, que fue ministro y hoy preside un conocido grupo hotelero. El escolta decide volver a ser policía, no sé por qué, pero la relación con el empresario sigue siendo estrecha, porque el escolta continúa residiendo en el edificio central de sus empresas. Y allí mismo, además, se encarga de la seguridad nocturna, mientras que su mujer organiza la limpieza de las oficinas.
Todo queda en casa, pues. La vida, humilde pero resuelta. Una relación de confianza.
Hay un segundo personaje, lo conoceremos como J. También ha trabajado como escolta del empresario mientras estaba en excedencia como policía y, lo mismo que R, ha dejado de ser escolta para volver al Cuerpo. Con éxito y reconocimiento: J acaba de recibir la Cruz al Mérito Policial. Y también tiene un negocio privado: es piloto de coches, actividad para la que cuenta con el patrocinio de las empresas del ex ministro.
Un buen día, esa edificio de confianza mutua se viene abajo. Uno de los dos escoltas se planta ante una caja fuerte y la revienta con un soldador de acetileno. Se lleva dos millones setecientos mil euros, en billetes de veinte, cincuenta y cien. Los reparte con su compañero. Desaparece.
Ahora es cuando surgen, también aquí, datos para la contrahistoria.
Primero: No saltó ninguna alarma, porque la caja estaba en una zona sin vigilancia, en la planta de administración. Esa cantidad en metálico, dicen en la empresa, para ellos es poco menos que calderilla. Segundo: la cadena hotelera denuncia el robo, claro, pero sólo por valor de doscientos mil euros. ¿Por qué? Tercero: los ex escoltas son detenidos, en los primeros interrogatorios lo niegan todo pero pronto empiezan a confesar, a reconocer lo que han hecho, a detallar, poco a poco, dónde han escondido el dinero; van apareciendo fajos de billetes en maletas, en bolsas enterradas o escondidas en el maletero de un coche oculto en algún paraje solitario. Cuarto: cuando son puestos en libertad y están a la espera de juicio, los ex escoltas reciben la visita de dos encapuchados (uno de ellos con marcado acento rumano), que los maniatan con sus mujeres, los golpean y los torturan. Su abogada pide protección al juez. Tienen miedo, dice. ¿Miedo? ¿De quién?
Quinto: el empresario y ex ministro, sensible a que los acusados son policías, promete cien mil euros a los huérfanos del Cuerpo, apostando por la pronta solución del caso.
Lo mejor para el final. Sexto: falta un millón de euros por aparecer. Ah, y se me olvidaba, todo transcurre en Ibiza. No es mal paisaje para la película, ¿verdad?
Con toda seguridad, nos faltan muchos más datos de los que han publicado los periódicos, más incluso de los que hayan podido averiguar los investigadores. Este es el momento en que el guionista deja de investigar, porque no le corresponde a él esclarecer el caso. De nuevo, son tantas las preguntas que tiene que responderse a sí mismo que la búsqueda de respuestas fuera de su cabeza empieza a ser una pérdida de tiempo. Hay mucho que documentarse. Para empezar por un detalle: cómo es un soldador de acetileno. Y a continuación, la primera batería de preguntas, cuestiones cuya decisión no puede aplazar por mucho tiempo:
Quién es el protagonista. ¿Los dos escoltas? ¿Uno de ellos? ¿El empresario? ¿El policía que investiga el caso? ¿La mujer? ¿La abogada?
Por dónde empezamos a contar. Hay un momento estupendo, sí, claro, porque ésta es una historia de dobles fondos: el momento de la condecoración. ¿Y la mujer, estaba al tanto de todo? ¿Algún guionista en la sala se atreve a escribir la historia con ella como cerebro de la operación?
Quiénes son los encapuchados. ¿Hace falta saberlo, dejar claro para quién trabajan?
Quién les contó que en esa caja y no en otra había casi tres millones de euros. De dónde ha salido ese dinero. ¿Sabían ellos que la empresa sólo iba a denunciar la desaparición de una cantidad menor?
No hablo de datos, no hablo de la realidad, hablo de la coherencia que le vamos a pedir a la historia que contemos: ¿cómo es la relación entre los dos ladrones? Porque no-puede-ser que estén de acuerdo en todo. ¿Es que no han oído hablar de la palabra “conflicto”?
Hay preguntas que, de forma deliberada, dejaremos sin respuesta. Hace tiempo que aprendí, y lo aprendí a base de hacerlo mal, que en una historia de atracos es imposible atar todos los cabos, inútil y hasta contraproducente pretender que todas las preguntas estén respondidas: basta con procurar que el espectador no se pregunte nada. Que no es fácil.
Mucho más importante que esas preguntas y esos datos son los lazos entre los personajes. Lazos que se rompen, que vuelven a zurcirse, que se deshilachan o que de pronto saltan por los aires. Que a veces se cuentan mejor si los exponemos en el orden que nos interesa y no en el que supuestamente sucedieron. Aquí es cuando te dejas llevar por la excusa de la documentación, metes las palomitas en el microondas y te enchufas otra vez esa maravilla de testamento que es Antes de que el diablo sepa que has muerto. Una película en la que se juega, por supuesto, con la pregunta que de nuevo sobrevuela muy por encima de todas las demás:
¿Qué está esperando el espectador que suceda?
Qué historias les interesan, qué quieren ver, qué desean y qué temen de lo que empiezas a contarle. Porque cuando cuentas una historia todo se reduce a una cosa: que a cada minuto, el espectador se pregunte qué va a pasar después. Por eso, igual que los cómicos cuentan una y otra vez el mismo chiste hasta que consiguen destilar el relato perfecto, en el hueso, cien por cien eficaz, el guionista se cuenta la historia a sí mismo y a todo el que se le acerca. Una y otra vez. Hasta que funciona. Hasta que no necesitas responder a una sola pregunta más.
Ya sabemos que un guionista es alguien que lee el periódico con la libreta o una hoja de Word abierta al lado. Un guionista es alguien que pone la oreja en el metro para apuntar mentalmente un diálogo, un aspecto, un leve gesto contrariado en la pareja sentada enfrente. A un guionista le interesa todo, las veinticuatro horas del día, siempre anda siguiendo el rastro de alguna historia, almacena embriones de tragedias sin cuento y de resortes cómicos que alguna vez, con suerte, llegarán a su impresora. Un guionista cree que de él se espera una genialidad, un caudal de ideas nuevas y originales. Porque un guionista es alguien que inventa historias, alguien que tiene una idea.
Pero fundamentalmente, un guionista es alguien que sabe contarla.
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Maravilloso texto, Carlos.
De lo mejor que he leído sobre nuestra profesión. Iba a comentar más, pero como sería mucho peor que cada línea que has escrito, mejor me callo y simplemente, te felicito.
Muchas gracias, Javier. Exageras, pero te lo agradezco. Qué curioso es este oficio nuestro, ¿verdad?
Muy curioso, sin duda. En tu caso y en el mío, el haber ejercido de periodistas nos ha demostrado la importancia de documentar.
Mireia Llinás (que ha compartido en facebook el texto) dice algo interesante: “no vale lo de “no es yo quiero hacer algo muy indi…o muy comercial sin más… después no te quejes sino va nadie a ver “tu obra”.
A veces el target se te impone antes de empezar, cosas del oficio. Pero por encima de él está el qué estas contando, lo que quieres expresar con ello (el concepto) y, sobre todo, el saber hacerlo.
Y no. No exagero.
Felicidades por el artículo. Me ha encantado.
Yo me quedo con esta cita: «es imposible atar todos los cabos, inútil y hasta contraproducente pretender que todas las preguntas estén respondidas: basta con procurar que el espectador no se pregunte nada. Que no es fácil».
Yo todavía lo haría extensible a más subgéneros que el de las historias de atracos. Y una buena manera de hacerlo, creo, es a través de los personajes.
Gracias, Toni. Tienes toda la razón, eso es aplicable para cualquier guion. Lo que ocurre es que en las historias policíacas es cuando muchos guionistas creen que tienen que cerrarlo todo y dar muchas explicaciones… y cuantas más dan, más inverosímil resulta todo. Hay que ir a los personajes, claro. Alguien dijo que el trabajo de personajes no se acaba nunca. Y es verdad. Unos personajes con carne hacen creíble muchos giros, azares e imperfecciones que la pura trama jamás conseguiría cuadrar.
Creo que de alguna manera, atas los cabos siempre. Pero no remarcando ni verbalizando. Insinuando. Dejando ver que la vida de esos personajes continúa después de que el capítulo o la película acaba.
Anoche vi el capítulo 7 de “Masters of Sex”. Y es una obra maestra en sutileza, en estados de ánimo en arcos de personajes, en cómo un detalle hace cambiar al personaje en sus objetivos (expresados a otros o no).
Por cierto, lo mejor del capítulo es: guión + interpretación + dirección. Lo más barato. O lo más caro si (es así) el tiempo cuesta dinero.
NO SE PUEDE GRABAR SIN ENSAYAR.
NO SE PUEDE REINTERPRETAR EN DIRECCIÓN AL TEXTO HASTA CONSEGUIR QUE SEA “OTRA COSA” DISTINTA A LO QUE SE ESCRIBIÓ.
POR MUCHOS EFECTOS ESPECIALES, GIROS Y TÉCNICAS ACADÉMICAS, LO PRIMERO ES LA EMOCIÓN. ESO, LO ENTIENDE TODO EL MUNDO. Y la emoción no siempre es trasladable al diálogo. Hay silencios y subtexto. Y ESO TAMBIÉN SE DIRIGE…. PORQUE TAMBIÉN SE HA ESCRITO. VA EN LAS ACOTACIONES, POR CIERTO.
Lo que hace endeble mucha de nuestra ficción es atar los cabos de esos detalles que son los que menos dinero cuestan. Y, antes, saber escribirlos en un guión.
Dejémonos de que es elitista lo que se emite por cable y popular lo que no. Lost, The Good Wife, Hill Street, Doctor en Alaska, 24… eran o son de generalistas. Las públicas inglesas (y privadas) hacen Black Mirror, Run, Broen, Secret State, Forbrydelsen…
Y nuestras madres y abuelas (esas señoras de Cuenca) vieron Anillos de Oro, Los gozos y las sombras, La Línea Onedin, Hombre rico, hombre pobre…
No nos escudemos en la palabra “elitismo” cuando a lo mejor es que no sabemos hacer mejor las cosas.
Cuando todas estas historias que Carlos cita (y tantas otras) están esperando que alguien haga una serie o una película sobre ellas. Y que las haga bien.
Por cierto, qué ganas tengo de ver Masters of Sex, la única serie de este año de la que todo el mundo habla bien. Y lo dice un huérfano de Mad Men.
Gracias por tu aportación, Javier.
Gracias por retratar la profesión, una vez más, con semejante exquisitez.
Muchas gracias a ti, Eduardo.
Estupendo texto y mejor reflexión sobre nuestro trabajo.
Gracias, Olga. Las felicitaciones sientan estupendamente, para qué lo voy a negar, mucho más si son de compañeros.
Como han dicho por ahí, una de las claves está en los personajes. En saber escribirlos, desarrollarlos, dirigirlos…
Yo tengo la impresión de que existen dos tipos de serie: las de primera división y las de segunda (por no hablar de segunda B, como en el fútbol). ¿Qué las diferencia? El haber trabajado en ellas a fondo, en profundizar en cada protagonista, los diálogos… no son los efectos especiales, ni mucho menos.
Perdón por irme un poco del hilo de la conversación. Buen artículo y yo también coincido en alabar el trabajo hecho en Masters Of Sex.
Por supuesto que el trabajo a fondo en personajes siempre luce. Aunque hay que saber cómo es el proceso, los tiempos y la toma de decisiones, dentro de cada serie. Eso es realmente lo que diferencia unas de otras, incluso aunque todos quieran hacerlo bien a veces no se puede. O es una pelea de gallos y no hay manera de que se hable de personajes. En fin, este negocio, el audiovisual, paga un peaje muy grande por ser caro de producir.
Gracias por tu participación, Rubén.
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