Por David Muñoz
Hace unos días terminé mi labor como tutor en la primera fase del Curso de desarrollo de proyectos cinematográficos iberoamericanos de 2012.
Mi trabajo, como creo que ya he explicado aquí alguna vez, consiste en ayudar a varios guionistas a escribir una nueva versión de sus guiones.
Los problemas de los proyectos de este curso eran muy similares a los de años anteriores: estructuras descompensadas (generalmente los primeros actos se eternizan y los segundos actos son demasiado breves), protagonistas pasivos con objetivos mal definidos, resoluciones decepcionantes o conseguidas con Deus Ex Machina descarados, etc. En fin, los problemas de casi todas las primeras versiones de cualquier guionista. Incluidas las mías, por supuesto.
Por lo demás, los seis proyectos que he “tutorizado” eran muy interesantes, y todos los guionistas gente trabajadora y con talento, así que las tres semanas se me han pasado volando. Hemos trabajado mucho, y creo que hemos trabajado bien. Quizá me habría gustado tener unos días más para dejar los guiones un poco más cerrados, pero bueno, para eso está ahora la segunda fase del curso, en la que durante otras tres semanas, los guionistas van a seguir trabajando con otro tutor.
Pero lo que me ha llevado a escribir la entrada de hoy es que este año hemos dedicado mucho tiempo a trabajar en la caracterización de los protagonistas de varios guiones. Nos dimos cuenta de que era difícil sentirse interesados por ellos durante 90 páginas. Sobre todo porque eran un tanto unidimensionales, héroes de una pieza. El “bueno” clásico, vaya. No es que estuvieran “mal”. Podrían haber sido los protagonistas de sus respectivas películas. Solo que me hubiera extrañado que hubieran llegado a emocionar a sus espectadores. Al fin y al cabo, como seguro que he dicho aquí muchas veces, nos importan tantos los objetivos de un personaje como le importan a él. Vivimos las historias a través de sus protagonistas. Son nuestros “avatares” mientras estamos sentados frente a la pantalla.
Voy a intentar explicarme un poco mejor. Y, como no me parece correcto usar los ejemplos de los guiones del curso (muchos van a rodarse pronto, y no quiero destriparlos), voy a usar el de una película que vi hace poco: “Frankenweenie” de Tim Burton.
Hasta más o menos la primera resurrección de Sparky estuve muy metido en la historia, pero poco a poco empecé a darme cuenta de que estaba desconectando. Y eso que como fan del “viejo” Burton, estaba deseando que me gustara. El corto original en el que se basa la película me encanta, y vaya, animación Stop Motion, blanco y negro, guiños constantes al cine de terror, y esos diseños de personajes y de escenarios maravillosos… y sí, lástima de partitura anodina de Danny Elfman… pero aún así… ¡en teoría no tenía que gustarme, tenía que apasionarme! Pero no. Por más que lo intentaba, todo estaba comenzando a darme igual. Vale, una tortuga gigante, vale, un gato-murciélago, que gracioso… pero… que no. Este no era “el regreso” de Tim Burton que me habían vendido. Era el director pestiño de “Dark Shadows” estropeando el remake de “Frankenweenie”.
Al salir del cine estuve pensando un buen rato en lo qué había pasado. ¡Si hace unos días había estado viendo la exposición de los decorados y los muñecos de la película, convencido de que la iba a disfrutar muchísimo!
Y, como casi siempre, llegué a la conclusión de que el problema era la historia. O más bien la forma en la que habían elegido contarla.
Para empezar, el nuevo “Frankenweenie” desvirtúa el sentido de la historia original y hace que su final no tenga sentido. Para que los que no la hayáis visto, lo que cuenta la película (y lo que contaba el corto) es que un niño llamado –nada sutilmente-, Víctor Frankenstien, resucita a su perrito Sparky después de que este muera atropellado por un coche y lo convierten en un “Frankenperro”. Cuando los vecinos se dan cuenta de que tienen un monstruo viviendo entre ellos, deciden acabar con él. Sin embargo, como el pobre Sparky en realidad es un bendito -no es malo, es solo diferente-, al final acaban apiadándose de él. La monstruosidad es inocente, los verdaderos monstruos son quienes no lo parecen, etc. Seguro que todos os sabéis la historia. Burton la ha contado varias veces.
Pero en la versión “larga”, y para conseguir tener un segundo acto cargado de peripecias, otros niños utilizan también la técnica de Victor para resucitar animales, con lo que acaban creando monstruos terroríficos cuyas andanzas en una película para adultos habrían acabado con la muerte de medio pueblo. O sea, que de “inocentes” nada. No son como Sparky. Así que al final, cuando, liderados por el alcalde, los vecinos cargan contra los “resucitados”, resulta que… ¡tienen razón! No están atacando a criaturas indefensas, sino a bichos muy chungos a los que tienen que eliminar si quieren llegar vivos al día siguiente.
Y eso no es lo más problemático. Porque al menos ese segundo acto incoherente está lleno de grandes momentos. De esos que puedes disfrutar si consigues desconectar el lado de tu cerebro que se preocupa de que las historias tengan lógica.
Dado que antes dije que hoy iba a hablar de personajes, ya lo habréis adivinado: lo peor es que nuestro “avatar” en la historia, Victor, es aburridísimo. Vale, cumple los requisitos mínimos del protagonista de una película: tiene un objetivo (resucitar a su perro), y lo persigue con ahínco.
Pero, ¿qué sabemos de él durante hora y media?
Que es muy listo, muy bueno y que quiere mucho a su perro.
¿Cuál es su “conflicto” como personaje? Pues… no tiene.
Es lo que es y punto. Es un personaje sin zonas de oscuridad. Plano. Unidimensional.
Además, teniendo en cuenta que Victor consigue su objetivo a los 20 minutos, me atrevería a decir que la historia de “Frankenweenie” termina cuando Sparky resucita por primera vez. Todo lo que ocurre a partir de ese momento es epílogo. Peripecia sin contenido emocional. No hay nada importante en juego. Las historias acaban cuando el protagonista resuelve su conflicto. Y en un mundo ideal, los finales deberían aunar la resolución emocional con la de la peripecia (el objetivo externo y el interno, o como lo queráis llamar). Algo que le está vedado a Vincent. No cambia, sigue siendo el mismo desde el primer minuto al último. Es un personaje vacío.
Vale, suena muy teórico, muy de manual. Pero no es así. Es cómo funcionan las historias. O como por lo menos funcionan las que más nos llegan.
O quizá alguno estéis pensando: “Oye, que es una película para niños, no se le puede pedir que los personajes sean más complejos”.
Y claro que sí puede pedírsele. De hecho, muchos protagonistas de buenas películas de animación se cuentan entre los mejores personajes de la historia de cine.
¿Por qué? Pues porque su caracterización (y perdón por la metáfora pelín hortera), contiene zonas de luz y de oscuridad. Y esa tensión entre lo bueno y lo malo de su ser es lo que les hace interesantes como personajes. Es de dónde surgen los conflictos que nos permiten no solo interesarnos por ellos de una forma distante, sino emocionarnos con ellos. Los grandes personajes lo son muchas veces porque conectan con nuestro “lado oscuro”, porque nos muestran cosas de nosotros que normalmente no queremos ver, y al mismo tiempo nos dicen “no pasa nada, ser humano también es esto. No todos podemos ser héroes de una pieza. No todos podemos ser perfectos”.
Ejemplos: Woody, el muñeco vaquero protagonista de “Toy Story”. Es simpático, listo, y muy carismático, pero también es envidioso, ruin y mezquino. En realidad, nunca llega a convertirse en un personaje totalmente “positivo”. No deja de ser quien es aunque acepte como amigo a Buzz Lightyear. O el depresivo y egocéntrico Jack Skellington, de precisamente otra película de Burton*, La pesadilla antes de Navidad, capaz de llevarse por delante la razón de ser de todos quienes le quieren con tal de dejar de aburrirse, insensible a todo dolor que no sea el suyo.
Esos sí son personajes interesantes.
Me llamó la atención un texto del guionista de la película –y responsable de un buen blog sobre guion- John August, hablando del fracaso comercial de la película, sin plantearse ni una sola vez que (sin querer, desde luego), él y Tim Burton habían fabricado una película sin alma, sin encanto, muy fría, a años luz del corto original** o de los clásicos de Burton.
No puede ser que lo único que esté en juego es que Sparky viva o muera. Porque todo el mundo sabe que va a vivir.
El problema, de verdad, es Vincent.
No es interesante. Es un plomo de niño. Un “buenón” sin más que hubiera necesitado su propia “zona de oscuridad” para haber sido un buen protagonista.
Lo malo es que este “síndrome del protagonista positivo sin más” está cada vez más extendido.
Son muchas las películas protagonizadas por personajes más planos que al tipo aquel al que le había pasado un camión (o algo así) por encima en “Bitelchus”. Y no digamos en televisión. Sobre todo en la de aquí (y estoy pensando en alguna serie en las que he sido yo guionista).
Ahora que lo pienso, la próxima vez que alguien intente convencerme de que el protagonista de algo que estoy escribiendo tiene que ser puro de corazón, voy a intentar explicarle lo que acabo de contaros sobre Woody y Jack Skellington. Porque desde luego poner ejemplos de series de la HBO, como he visto hacer a algún compañero en las reuniones con las cadenas, no conduce a ninguna parte (“el mercado americano es otra cosa”, “no se puede comparar el tipo de público”, etc.). Pero dos personajes de películas Disney… en fin, a ver quién me rebate eso acusándome de elitismo.
Volviendo a los guiones del curso del que comencé hablando en esta entrada, nos dimos cuenta de una cosa importante: los personajes sin defectos nos caen mal, no suele apetecernos pasar una hora y media pendientes de ellos.
Así que si quienes leen tu guion notas que tus personajes no llegan a interesar lo suficiente, haz una prueba: “ensúcialos”.
Piensa en Woody.
*Escrita por Caroline Thompson, también guionista de “Eduardo Manostijeras”. ¿Qué pasaría entre ella y Burton?
**Sería interesante también hablar de lo difícilmente trasladable que es la historia de un buen corto a un buen largo.
Muy interesante y muy bien razonado.
Un post muy útil, David.
Creo que John August ha comentado alguna vez en su podcast que lee castellano. ¿Sería interesante enviarle el link para ver qué opina?
Interesante… son cosas my repetidas y que tienes muy presentes cuando te pones a escribir pero en las que caes continuamente y difícil de detectar si no lee alguien más el guión…
David, nos puedes dar más info sobre los cursos y cómo participar? Gracias,
Eduardo.
“Me llamó la atención un texto del guionista de la película –y responsable de un buen blog sobre guion- John August, hablando del fracaso comercial de la película, sin plantearse ni una sola vez que (sin querer, desde luego), él y Tim Burton habían fabricado una película sin alma, sin encanto, muy fría, a años luz del corto original** o de los clásicos de Burton.”
Es que el post de August es una autofelación en toda regla. Vamos, que le echa la culpa del batacazo de la película en taquilla a todo el mundo menos al tipo que escribió el guión: que si se estrenó en unas fechas muy malas, que si el público no ha respondido como él esperaba, que si la competencia era muy fuerte, que si los astros ese día no estaban alineados correctamente, bla bla bla bla bla… Y cuando ya se pone en plan Roger Ebert y dice que con el tiempo ‘Frankenweenie’ se convertirá en un clásico de culto alabado por todos y la crítica la reconocerá como la joya incomprendida que es (o algo así), te dan ganas de comprar un billete a Los Ángeles para darle un par de sopapos al cretino este. Tío, tu peli ha FRACASADO. ¿Qué les pasa a estos americanos que son incapaces de reconocer cuándo el tiro les ha salido por la culata? No puede salir y decir: “Me he equivocado. La próxima será mejor”. No, la culpa es de los espectadores, que no saben lo que quieren. Éste triunfaba en España, fijo.
Muy buen post. A parte de ser un clásico de primera versión, creo que también es un problema de identificación del autor con el personaje que en algunos casos crea monstruos insoportables. Queremos tanto a nuestro prota que es el alma más cándida de la historia de la humanidad.
Por otro lado, usando los comentarios como consultorio, hay un caso en el que personalmente se me hace muy complicado encontrar el equilibrio en este tema.
Lanzo la consulta:
Pongamos por caso que nuestro personaje, al final de la historia va a tener que tomar una decisión moralmente muy compleja y que acabará haciendo algo muy jodido.
Para aclarar la consulta pongo un ejemplo grotesco:
El héroe más bonachón del mundo, detiene a unos rateros a los que va a entregar a la policía para que se haga la justicia en la que cree. Pero por el camino se entera de que esos raterillos son los que han matado a su abuela a la que, obviamente, el héroe adoraba. Total, que el héroe se los carga.
En este caso, cuanto más bonachón sea el héroe, ¿no es más “potente” su decisión final?
Pues sí. Eso es. Pero vaya, que aún así conviene “anclar” en el primer y segundo acto al menos la posibilidad de que puede llegar a comportarse de esa manera, para que no parezca que es algo que te estás sacando de la manga cuando te conviene. Vale, es un tío bonachón, pero incluso los tíos bonachones tienen un límite. Yo si fuera mi guión le mostraría reaccionando de forma desproporcionada ante algo que le toque especialmente las narices. Algo que permita explicar cómo es (y sin, en apariencia, demasiada importancia), sin anticipar el final de la película. Dicho de otra manera, anticipas la emoción, no la circunstancia.
Por lo que cuentas es un poco el dilema del personaje de Brad Pitt en el final de “Seven”.
Recibido.
¡Gracias!
Los comentarios están cerrados.