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INFIDELIDADES

Por Verónica Fernández.

Aunque mi actividad profesional se ha desarrollado fundamentalmente en la televisión como coordinadora o como guionista de series de ficción, nunca he abandonado el teatro, el cine y la literatura. En un momento de mi vida hasta escribí columnas de opinión en un periódico local. A veces creo que si me encargaran escribir prospectos de medicamentos, lo haría con mucho gusto. ¡Qué le vamos a hacer! Me siento como pez en el agua entre palabras, tecleando a deshoras, inventando, recortando, maldiciendo, fracasando y teniendo éxitos, llenando de carpetas mi escritorio y de historias mi vida. Desde los seis años sabía que me dedicaría a escribir y, de momento, en ello sigo.
Reconozco que mi pluriempleo me ha hecho sentirme muchas veces mujer infiel: creo que estoy casada con la televisión (para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad) y que cuando escribo teatro, películas o libros es como si tuviera relaciones más o menos duraderas con amantes. Estoy deseando abandonar el lecho conyugal de la parrilla televisiva para embarcarme en apasionantes aventuras cinematográficas, pero cuando lo hago, me falta algo. Me faltan los niveles extremos de adrenalina que un coordinador genera cuando está al mando de un equipo de guión de una serie en emisión. Por eso y porque soy ambiciosa, lo quiero todo: quiero ser mujer fiel, puta y santa al mismo tiempo. Lo de mujer fiel lo digo por la tele, lo de puta por el cine y lo de santa por el teatro y la literatura. Y es que cuando uno se convierte de verdad en AUTOR es cuando escribe obras de teatro o novelas. La sensación es la siguiente: los demás te respetan y te miran con admiración, como se mira a los santos. ¿No es devoción lo que sienten los lectores haciendo cola ante los escritores de éxito bajo un sol abrasador en la Feria del Libro?

Lo bueno que tiene transitar de una geografía a otra es que siempre echas de menos la que dejas y lo peor, como diría mi abuela, “que el que mucho abarca poco aprieta”. Y sí, ese puede ser mi problema que de tanto saltar no seré nunca una gran guionista, ni una gran dramaturga, ni una gran escritora. Cuando digo “gran”, lo digo de verdad. Nunca seré una grande de las que tengan una piscina en Sunset Boulevard donde ahogarse en el ocaso de su carrera.

Lo que sí puedo decir, y en realidad era de lo que quería hablar en este post, es que he aprendido muchísimo navegando en tantos mares. El tema es si uno puede tener la misma solvencia en todos los campos. Hay grandes escritores que jamás podrían doblegarse a los imperativos del guión y al contrario, guionistas que serían incapaces de escribir dos páginas seguidas hablando sólo de las cortinas de un salón. Voy a intentar explicar cómo me siento yo escribiendo en cada caso.
Siendo guionista de tv me siento cómoda. Aprendí en seguida que el mejor guión es el que está listo para rodar en el tiempo en el que una cadena y un productor exigen. Valoro la rapidez y la claridad de ideas, el trabajo en equipo, las pizarras llenas de arcos dramáticos, el contacto con actores y con los técnicos. La televisión me ha enseñado a pensar historias de largo recorrido y a dialogar personajes de todo tipo y condición. Los éxitos en televisión se recuerdan y los fracasos pasan más desapercibidos porque no los vio nadie. El tiempo de escritura, el de grabación y el de emisión suelen estar bastante próximos así que tienes la satisfacción (y a veces la desazón) de ver tu trabajo pronto en pantalla. Es verdad que hay presión, mucha, y que la relación con la cadena no siempre es un camino de rosas, pero también es verdad que uno va aprendiendo a torear los temporales y que a veces hasta salimos victoriosos de cruentas batallas.

Siendo guionista de cine he tenido que aprender a sobrevivir a los largos periodos de tiempo entre versión y versión, a entender que un guión solo es un guión y un guión con director es un proyecto de película. Los tiempos narrativos nada tienen que ver con la televisión y la profundización en los temas tampoco. Colocarse en la imagen y contar desde ahí, sumergirse en el universo del subtexto y quizás en el de los silencios, no es fácil si se viene con el ímpetu de la televisión. El director que en televisión era un colega en el cine se convierte en otra cosa. Los hay que consideran que eres un mero técnico al que se contrata para que le ayudes a construir su casa (SU PELÍCULA), pero también los hay que buscan un compañero de viaje para contar una historia. No cabe duda de que los segundos son los más interesantes. Ahora estoy en uno de sus viajes, con un director deslumbrante que respeta profundamente mi trabajo y con el que estoy escribiendo historias que él mismo considera NUESTRAS. No es lo más común, pero cuando esta relación se da, os puedo decir que es altamente gratificante. Encontrar un lugar común donde aterrizar para escribir una historia que ni el director en cuestión ni nosotros por separado hubiera podido llegar a crear es realmente magnífico.

Siendo dramaturga he aprendido a apreciar el valor de la palabra por sí misma. En el teatro puedes construir un bosque con solo decirlo. La convención que creas con el espectador te permite no tener a un jefe de producción gritándote todo el día que te has pasado en el número de exteriores. Si yo quiero que mi historia transcurra en el siglo XII en Escocia, pues así será y si quiero que hablen en español un príncipe danés, lo hará. Esa libertad me lleva a poder pensar en otro tipo de historias que nunca pensaría para televisión o para cine. Me gusta poder escribir monólogos de media hora y saber que la fuerza dramática estará sostenida por un actor que ha construido un personaje sobre el mío. Me permite también ver la reacción del público en directo y no por unos datos de audiencia. Y además, si la obra se representa en algún teatro más o menos bueno, puedes llegar a ver tu nombre en las marquesinas o en los autobuses de Madrid. Acusadme de vanidosa, que llevaréis razón.

Siendo novelista cumplí mi primer sueño. En mi época, al menos, no sé si ahora sucederá, nadie tenía la vocación de ser guionista. Ni sabíamos lo que era. Yo quería ser escritora. Tonteé un poco con la poesía, pero pronto puse mi empeño en ser novelista, novelista de éxito, claro está. No lo soy, no sé si llegaré a serlo algún día (el tiempo pasa demasiado rápidamente), pero uno de los recuerdos más valiosos de mi carrera fue el día que me llamaron por teléfono un 6 de enero para decirme que en seis horas tenía que estar en Barcelona para recoger un premio que daban el mismo día del Premio Nadal. Eso suponía que se publicaba mi primera novela, una escrita a cuatro manos con Yolanda García Serrano. Esa cena en el Ritz, las entrevistas, esa manera de presentarme como “la autora”, me hacían poner cara de perplejidad. Las fotos de ese día lo atestiguan. Por no hablar de que casi se me sale el corazón en un vagón de metro en el que pude contemplar como una jovencita leía mi novela y sonreía. Los glamorures del mundo editorial son bálsamos para ocultar la verdadera soledad que se siente cuando te enfrentas a una historia en la que no va a haber ni un director, ni un productor, ni una cadena a la que echarle la culpa del fiasco, si este se produce. Y qué narices, escribir prosa es mucho más lento, por muy dialogada que esté la novela, las páginas se hacen eternas.

No soy de teorías, ni de tratados, sólo quería compartir con vosotros algunas de las sensaciones que he tenido y tengo al transitar por tantas carreteras. No llegaré a ser muy buena en nada y le dará la razón a mi abuela, pero me encanta abarcar y me temo que no voy a dejar nunca de ser infiel a la televisión.

 

3 comentarios en «INFIDELIDADES»

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