La semana pasada se publicó, casi por sorpresa, “Apropos of Nothing”, la autobiografía de Woody Allen. El gigante editorial Hachette había renunciado poco antes a sacarla al mercado tras el plante del hijo de Allen, el premio Pulitzer Ronan Farrow, quien amenazó con romper su propio contrato con Hachette si publicaban las memorias de su padre.
La editorial Arcade Publishing no sólo no vio problema en la resucitada polémica sobre las acusaciones de abuso sexual contra Allen, sino que ha aprovechado para publicar las memorias deprisa y corriendo.
Sin entrar a valorar las acusaciones de Mia Farrow contra Allen ni la actitud de las editoriales, por aquí unos cuantos nos hemos lanzado de cabeza a comprar el ebook. Independientemente de la inocencia o culpabilidad de Allen, debate que dejamos a otro tipo de publicaciones, en Bloguionistas no íbamos a dejar pasar la oportunidad de leer (y comentar para nuestros lectores) las memorias de uno de los guionistas vivos más importantes, con nada menos que tres Oscars a Mejor Guión Original y catorce nominaciones, sin contar sus logros como actor, director, dramaturgo.
Entre hoy y mañana, cuatro de los autores de este blog reseñaremos otros tantos capítulos de este libro imprescindible para cualquier amante del cine.
WOODY ALLEN, EL ATLETA, por Ángela Armero (cap. 1)
Las primeras palabras de Apropos of Nothing me dan lo que tanto tiempo he anticipado: una entrada privilegiada a un universo conocido, pero también el descubrimiento de unos detalles sorprendentes.
“Nunca perdoné una comida, nunca caí enfermo de gravedad como por ejemplo de polio, que estaba en todas partes. No tenía síndrome de down, como un chico de mi clase, ni tenía joroba como la pequeña Jenny, ni me afligía la alopecia como al pequeño de los Schwartz.
Yo estaba sano, era popular, muy atlético, siempre me escogían el primero para formar equipos, jugaba al balón, corría, y aún así de algún modo logré convertirme en un ser nervioso, timorato, un desastre emocional, que lograba mantener la compostura por los pelos. Siempre vi el ataúd medio vacío”.
En esos párrafos retrata su conversión en un chico deportista y feliz a un chaval amargado, malo y desequilibrado, sin aparente trauma de por medio. Allen lo atribuye al “descubrimiento de la mortalidad” a la edad de cinco años.
“Llegué a la misma conclusión que atormentó al antiguo Príncipe de Dinamarca: ¿Por qué sufrir las hondas y las flechas cuando puedo simplemente mojarme la nariz y meterla en el enchufe, y no tener que lidiar con la ansiedad, el desengaño, o los huevos hervidos de mi madre nunca más? Hamlet decidió no suicidarse porque temía lo que pudiera sucederle en el más allá, pero yo no creo en ello, así que dada mi escasa valoración de la condición humana y su dolorosa absurdez, por qué continuar vivo? Al final, solo pude llegar a una conclusión: simplemente, los humanos estamos cableados para resistirnos a la muerte”.
La foto que emerge a través de estas líneas ya se vuelve más reconocible, la voz más familiar. A la edad de seis, el joven Allen Konigsberg ya palidecía ante la muerte, bromeaba con el suicidio y la falta de sentido de la existencia, lo que constituye el reverso oscuro de otra faceta suya, quizá no tan explotada pero también continua en la obra de Allen: el amor por la vida.
GOEBBLES 1 – HAMLET 0, por Sergio Barrejón (cap. 2)
Woody Allen demuestra en su autobiografía estar en plena forma. Los capítulos tienen el ritmo endiablado de sus comedias más célebres, y una densidad parecida de chistes por página. El estilo aparentemente bufonesco de su prosa esconde con habilidad la estructura del libro. A primera vista, parece el lector estar ante una mera sucesión de estampas graciosas, pero Allen entreteje sutilmente las anécdotas del día a día en el Brooklyn de la posguerra con los indicios de su emergente vocación de escritor.
Por ejemplo, en el segundo capítulo, refiere la época en que su padre trabajó de camarero en Sammy’s, un bar del Bowery frecuentado por todo tipo de borrachos (uno de los innumerables empleos que encadenó tras haber perdido el abuelo toda su fortuna en el crack del 29). Entre los parroquianos de Sammy’s, dice Allen, había mucho ladrón.
“Tenían un objetivo bien definido: dinero para el próximo whisky, y si alguien se dejaba algo por allí, desaparecía en cuestión de segundos”.
Entre las cosas que los borrachos afanan y luego le venden al padre de Allen está, cómo no, una máquina de escribir Underwood, por un dólar y medio.
“Escribí mis primeros chistes en una máquina de escribir robada”.
La escena parece ir de unos pícaros borrachines afanando quincalla, un poco a lo Bill Macy en Shameless. Eso es lo que Allen, digamos, pone delante de la cámara en primer término. Pero ¿no late en el fondo la intención de subrayar sus orígenes humildes? ¿De dejar claro que él no es Hollywood royalty, que todo lo que tiene se lo ganó currando?
El capítulo continúa narrando cómo entre los regalos de su bar mitzvah está un libro de magia, que le motiva a practicar trucos y trucos… hasta que descubre el Flatbush Theatre, un cine de Brooklyn que, tras la película, programa un show de vaudeville en el que actúa, entre otros, un cómico. La fascinación que siente por ellos es tal que, con sólo trece años, Allen acude cada fin de semana al teatro… con lápiz y papel, para tomar nota de todos sus chistes.
“Yo era ese listillo que va a una sala de cine y suelta un chiste en voz alta en mitad de una escena romántica y le arruina el momento a todo el mundo. Las protestas igualaban a las carcajadas”.
Una de las delicias de este capítulo es la historia de su amor por el jazz. Para los que sufrimos su inenarrable concierto de Madrid el pasado verano, reconforta mucho leer párrafos como este:
“Practicaba mucho. Aún practico. Practico cada día con tal devoción que para asegurarme que cumplo he practicado en playas heladas, en iglesias mientras mi equipo de rodaje iluminaba, en habitaciones de hotel, después de trabajar, a medianoche, poniéndome el edredón por encima para no despertar a otros huéspedes. Pero a pesar de toda la música que he escuchado, todas las inspiradoras historias que he leído sobre la vida de otros músicos, y todo lo que he soplado y soplado con diferentes boquillas y lengüetas, siempre buscando la combinación que me diera mejor sonido… sigo siendo malísimo.”
A pesar de ser una lectura amena, ligera, divertida y llena de interés histórico, uno no puede evitar preguntarse si tanto auto flagelación no es un salva-el-gato, si no es una maniobra para congraciarse con el lector y predisponerlo a favor del autor antes de que lleguen los escabrosos capítulos de su relación con Soon-Yi y las acusaciones de abuso sexual vertidas por Mia Farrow.
Pero puesto todo en la balanza, en mi opinión el contexto y las intenciones ocultas pierden peso en comparación con la diversión que producen las anécdotas y la valentía del autor de desnudar tantos defectos, como por ejemplo cuando reconoce que decidió leer, visitar museos y educarse no por sentido común, sino para no quedar como un idiota cuando salía con una mujer inteligente. Mi pasaje favorito del capítulo:
“Te impresionaría saber todo lo que ignoro, todo lo que no he leído. Después de todo soy un director de cine, un escritor. Nunca he visto un Hamlet en directo. Ni he visto Our Town, en ninguna versión. No he leído Ulises, Don Quijote, Lolita, Catch-22, 1984, nada de Virginia Woolf, ni E.M. Forster, ni D.H. Lawrence. Nada de las Brönte ni de Dickens. Por otro lado, soy uno de los pocos tíos de mi círculo que ha leído la novela de Joseph Goebbels.”