“Hay en Madrid una niña…
Hay en Madrid una niña…
Niña que Celia se llama, ¡ay, sí!
Niña que Celia se llama”
Seguramente a los nacidos en los 90 les suene esta canción. “¡Ah, sí! Es la de la serie en la que salía Ana Duato haciendo de madre, pero que no es Cuéntame” “Oye, ¿y esa no la dirigió Burau?” “¿Y no la adaptó Carmen Martín Gaite?”. Efectivamente. Celia, producida por TVE, estaba basada en los exitosos libros infantiles de Elena Fortún. Y esta obra, aunque lleve su nombre, en realidad rinde homenaje a la mujer detrás del pseudónimo: Encarnación Aragoneses.
Para los que no hayan leído nunca sus aventuras, un breve resumen: Celia es una niña bien de la calle Serrano. Traviesa, preguntona, incorregible. Los primeros libros de la saga se hacen eco de todas sus inquietudes, trastadas y, sobre todo, los pájaros en la cabeza de quien no entiende el mundo de los mayores.
Y aquí viene el spoiler: esos pájaros van a dejar de aletear según avancen los años y el tono de las novelas se oscurezca (muere la madre de Celia, llega la guerra civil, Celia —ya adolescente—, se exilia con su padre a Argentina…).
La función comienza precisamente con Elena Fortún decidiendo que ya es hora de darle un respiro a su personaje. Y, dado que no hizo realidad su sueño de ser escritora, Celia va a convertirse en bibliotecaria. En ese momento, alguien interrumpe su idea con un firme “no”. Ese alguien es Manuel Aguilar, editor. Asegura que nadie quiere ver a Celia convertirse en bibliotecaria, eso es un aburrimiento. Lo que de verdad quieren las niñas es que Celia se case.
Esta escena inicial guarda ciertas similitudes con la negociación que mantienen Jo March y su editor en la nueva versión de Mujercitas, de Greta Gerwig. No parece una casualidad. Lo que parece es que, tanto en el Massachusetts de 1868 como en el Madrid de la posguerra, la meta final de todo personaje femenino era la de alcanzar el amor. A ser posible, con un cura oficiando la ceremonia.
Volviendo a la obra que nos ocupa, el texto de María Folguera (directora también de Celia en la Revolución, representada en el CDN dentro del ciclo ‘Sendero Fortún’) profundiza en la figura de la mujer creadora, esa que comienza escribiendo a escondidas, en el baño, que no tiene una habitación propia y que vive con la precaución de no hacer sombra a su marido.
Un total de seis intérpretes dan vida a una treintena de personajes entre los que el espectador reconoce a personalidades como Carmen Laforet (con la que Elena Fortún mantuvo una preciosa correspondencia), Unamuno e incluso Lorca. Y, para sorpresa de todos, lo que hacen estos últimos es observar con condescendencia a las mujeres que forman parte del Lyceum Club.
Porque sí, lo de que las mujeres escriban y trabajen está muy bien, pero mejor sin armar ruido y sin ocupar el lugar de los verdaderos creadores. En eso el panorama actual tampoco ha cambiado demasiado.
El texto se estructura en tres partes bien diferenciadas: la etapa de 1927 a 1939, la única con algo de color en el vestuario y en la que Elena se inicia en el mundo de la escritura; la de 1947, más tormentosa, con el matrimonio exiliado en Buenos Aires y que concluye con un dramático acontecimiento; y la última, la de los meses previos a la muerte de la autora y el posterior descubrimiento de dos obras póstumas y mucho más adultas: Celia en la Revolución y Oculto Sendero.
Curiosamente, las escenas que componen estas tres etapas presentan los conflictos sin llegar a hacer que estallen. Cuando eso está a punto de suceder, pasan rápidamente a la siguiente. No creo que sea una decisión arbitraria.
Si uno echa la vista atrás en su propia vida, lo que le viene a la cabeza no son escenas con un gran interés dramático o narrativo. Lo más probable es que recuerde esbozos, pinceladas de una conversación con sus amigas, una situación tensa con su pareja, un abrazo con su madre… eso es exactamente lo que encuentra el espectador que va a ver Elena Fortún.
No os voy a engañar, aunque la función es igualmente disfrutable para el que nunca ha oído hablar de Celia ni de la autora, es mucho más gratificante cuando estás familiarizado con ellas.
Recuerdo, por ejemplo, un capítulo del libro Celia lo que dice en el que la niña suplicaba a su madre que no saliera tanto por las tardes. “Me da miedo, y a papá también”. La madre, impactada por la revelación, se quitaba su sombrero y tomaba asiento, debatiéndose entre acudir a la cita con sus amigas o quedarse en casa para cuidar tanto de su hija como del marido.
Siendo pequeña, yo empatizaba a la perfección con Celia. Tiene que quedarse con ella, claro que sí. Es lo que haría cualquier madre. Sin embargo, ahora, asistiendo como espectadora a una escena muy parecida en la que es Elena quien escucha ese reproche en boca de su hijo, con quien empatizo es con la madre abnegada que, en algún momento, se ha cansado de serlo.
Por suerte, las escritoras cuentan siempre con un as en la manga. Fortún no pudo ser la esposa y madre que el mundo esperaba de ella, igual que tampoco pudo evitar casar a Celia. Pero, como autora, sí pudo elegir que la narradora de ese último libro no fuera Celia, sino su hermana pequeña, que asiste a los preparativos nupciales sin entender qué demonios le pasa a todo el mundo para estar así de nervioso.
Fue su pequeña venganza personal. ¿Celia se casa? Pues Celia se calla. Y la voz de Celia tal vez pueda apagarse, pero la de Elena no. De eso se encargan autoras como María Folguera y las investigadoras que rescataron sus obras póstumas y a las que les ha dedicado, con acierto, la obra.
Por Beatriz Arias.
“Elena Fortún” se representa en el Teatro Valle-Inclán del 18 de febrero al 8 de marzo, de martes a domingo a las 18h.