Por Pablo Bartolomé.
La obstinación es algo fascinante. Al menos, si la entendemos como herramienta narrativa para la construcción de personajes.
La obstinación nos permite escribir un personaje cuyo motor sea la autodestrucción y que esto sea verosímil. Es un recurso que nos permite definir personalidades complejas y con las que poder empatizar fácilmente.
Me atrevería a decir que el truco reside en que vivimos en un momento de clara tendencia a la devastación. La capacidad para inmolarnos está dentro de cada uno de nosotros como individuos y como sociedad -no hay más que ver las últimas encuestas electorales para comprobarlo-, la desolación es, o eso afirmo yo, el zeitgeist en el que estamos inmersos.
Es, quizá por esto, que Moby Dick, el texto de Herman Melville, se adapta tan bien a nuestros días. Y es normal. El texto, además de brillante, pasa por mostrarnos a uno de los personajes más deslumbrantes y abstrusos de la literatura, y lo es, entre otras cosas, porque es un personaje definido por una obsesión que lo acaba destruyendo. Estoy hablando, obviamente, del capitán Ahab.
Por lo tanto, que Pentacion espectáculos nos traiga hasta el Teatro La Latina una adaptación de la obra de Melville –en cartel hasta el 10 de marzo-, es cuanto menos interesante. Si encima, la adaptación corre a cargo de Juan Cavestany y el encargado de dirigirla es Andrés Lima es, además, estimulante.
No es Moby Dick un texto fácil de adaptar. La obra de Melville, que a veces de expansiva parece inextricable, no es el reflejo de un universo que poder constreñir a las tablas de un teatro. Sin embargo, Cavestany lo hace. Y lo hace bien, muy bien. Apostando todo a una sola carta, el personaje de Ahab, el capitán del ballenero Pequod, obsesionado con dar caza a un ser fantástico (en todas sus acepciones), como lo es Moby Dick, el enorme cachalote blanco. Asumiendo, o entendiendo, que esa es la esencia de la novela.
Como muestra, el libreto no empieza con el ya eximio “Llamadme Ismael (Call me Ishmael)”, sino que aparecemos directamente en la cubierta del Pequod, con un Ahab en el centro y como centro (interpretado por Josep María Pou), que ya está inmerso en la locura. Arrancamos sin aviso, sin prevención, directamente en un In medias res emocional, que nos transporta paso a paso, indolentes y sin remedio, a un abismo oscuro -y húmedo- como es la caza de la ballena blanca.
El texto son 90 minutos, una hora y media sobre el escenario en la que Ahab lo es todo. Aunque Josep María Pou no está solo: la narración se reparte entre dos actores más (Jacob Torres y Óscar Kapoya), que dan vida a los distintos tripulantes del ballenero.
Es esta una propuesta oscura y compleja, que no se muestra amable con el espectador, sino más bien retorcida y amarga, ya que Cavestany traslada a monólogos las sesudas reflexiones que se encuentran en la obra original.
No sobra ni falta nada ni nadie para sentir que estamos en medio de la batalla que tiene Ahab contra todo y contra todos. Andrés Lima consigue reproducir la proa de un barco con no muchos elementos escénicos y una apuesta dinámica (y, por tramos, brillante), que nos permite visualizar todos los ingredientes narrativos que plantea la adaptación de Cavestany, desde una simple tormenta hasta la complejidad de la pesca de los cetáceos.
Es esto, desde mi punto de vista, lo mejor de la obra: la capacidad de Lima para trasladar al universo teatral los componentes más simbólicos que encierra la locura del personaje de Ahab. Y el director lo consigue con una simpleza admirable, algo habitual en él.
Me gustaría resaltar dos de esos artefactos narrativos, como ejemplo de la enorme capacidad de la que hablo.
El primero es la (casi) constante presencia de un enorme ojo en el escenario. Un ojo que observa, que vigila. Un ojo que bien podría ser el ojo de Moby Dick. O lo contrario, la mirada fija de Ahab en su objetivo. Un ojo como ejemplo de obstinación. Un ojo como resumen psicológico de todo un texto.
El segundo es el gran momento de toda la representación. La aparición de la ballena, del Leviatán, y el consecuente desenlace trágico del personaje.
No me gustaría revelar mucho, por aquello de no robarle al espectador la experiencia que tuve yo al verlo, pero solo diré que Andrés Lima sabe perfectamente traducir de manera visual el descenso final de Ahab hacia los infiernos.
Y es entonces, sin Ahab, sin barco, sin Moby Dick, es decir, sin nada, cuando se enuncia en escena el antes mencionado “Llamadme Ismael”, segundos antes del “negro” que acaba con la función. Como si de una declaración de intenciones se tratase. Subrayando la tesis: Ahab es la obra, Ahab es el alegato. Un hombre dibujado por su dolor, por su destrucción, de la que es consciente y a la que voluntariamente se somete, puesto que es ahí donde reside el propio sentido de su ser. Sin ballena no hay Ahab.
Decía Melville, en la voz de Ismael, que “El mar es un espejo en el que los hombres se encuentran a sí mismos”, en el arranque de la novela. Yo añadiría -mira, mamá, corrigiendo a Melville- que no es el mar, sino el abismo, y que es la decisión de hundirnos en él o no, lo que marca quiénes somos.