LA VIDA ESCONDIDA EN MIDDLEMARCH

Por Douglas Stuart Wilson

La novela Middlemarch, escrita por la inglesa George Eliot y editada en 1871, es considerada por muchos (sirva de ejemplo Martin Amis) como la mejor novela inglesa de todos los tiempos.

Portada la novela Middlemarch de George Eliot, edición de Cátedra

Portada de Middlemarch, escrita por George Eliot y publicada en 1871.

De esta novela, en la que Eliot crea un pueblo ficticio en la Inglaterra rural de 1830 llamado Middlemarch, se puede decir que el cotilleo y el chismorreo, lo rutinario y lo banal, quedan elevados, por acto de magia narrativa, al rango de obra maestra de arte.

Se me ocurrió, al terminarla recientemente, que pocos libros pueden ser tan útiles para un guionista, sobre todo de series, que éste de Eliot, que entrelaza doce protagonistas y sus historias (de más o menos el mismo peso) en lo que llega a ser un gran tapiz de la burguesía inglesa de su época. El libro puede verse como la Biblia de todas las biblias de series de televisión, y en todo caso a mi juicio, es digno de estudio más que cualquier manual de guión.

La trama se vertebra en gran parte a través de los bien conocidos resortes del malentendido, la disparidad de la información de unos y otros personajes, los buenos deseos que quedan truncados por circunstancias sociales – en especial el corsé del matrimonio equivocado – y las distinciones de clase sociales de la Inglaterra del siglo XIX. Hay amores consumados, otros frustrados o postergados, hay muerte y enfermedad, sacrificios en vano y vanas esperanzas; hay propiedades heredadas y otras de mala procedencia, dos testamentos discutibles y un pobre caballo malherido que casi arruina a un buen hombre.

Sin embargo, y muy por encima de todo, hay un personaje femenino de mucha categoría que, una vez leída, quedará para siempre en la memoria: la inefable Dorothea Brook.

Si los ingleses hacen tantas buenas series, va a ser seguramente en gran parte porque sus guionistas parten de una riquísima tradición literaria del siglo XIX – a partir del Siglo XX empieza a fallar – con escritoras de la talla de Eliot, sucesora de las hermanas Emily y Charlotte Brönte, y sin olvidarnos de Jane Austen por supuesto. Son estas mujeres que, en gran medida, inventan no solo la comedia romántica del cine, sino la serie de televisión en modo telenovela. Todo aquello ya estaba en sus libros.

Tengo el convencimiento de que pocas lecturas pueden servir a un guionista de series mejor que esta gran novela. Lo tiene todo, aunque bien es verdad que lo que destaca en la novela para mí es la voz de la narradora omnipresente y omnisciente de Eliot: una mujer brillante, irónica, divertida y una gran observadora de la naturaleza humana y sus debilidades.

Además la novela resulta ser, a pesar de la distancia del tiempo, de lo más moderna. A pesar de tantos caballos, criados, y curas de por medio, a pesar de tanto protocolo y ceremonia redicha, uno acaba empatizando con unos personajes que vivían hace casi doscientos años, lo que no deja de ser una especie de milagro.

Dicho todo esto, Eliot y los escritores del pasado jugaban con unas bazas que a día de hoy el escritor tal vez no tiene. Me refiero a seres humanos que parecen tener una solidez y una estructura de valores dentro de los cuales los sentimientos pueden resonar mucho más que en nuestra época, en la que lo actual devora todo con mueca irónica, y en que no cesamos nunca en una búsqueda absurda y del todo fútil de lo novedoso.

Es como si cada uno de los personajes de Middlemarch fuese una caja de resonancia con mucho más cuerpo y profundidad, de mejor madera, que nosotros en nuestra época, en la que todo parece ligero y sin sustancia, y donde reina el narcisismo, la voracidad, y las ganas de vivirlo todo ya, en un mundo con cada vez menos misterio, en donde el secreto ha sido desplazado por la franqueza y la confesión, en el que una sinceridad de tres al cuarto se prioriza sobre una intimidad fundamental para cualquier vida interior de calado.

Carecemos, en pocas palabras, de una estructura de valores reconocible con la que jugar, o por lo menos, una que es mucho más fluida y mucho menos universal. Si la tendencia en el cine y la televisión es recurrir cada vez más al crimen, el asesinato y la violencia como temas, quizá es porque casi todo lo demás está permitido.

Por último, Middlemarch demuestra la gran verdad de que lo que se cuenta es mucho menos importante que la manera en la que se cuenta. Nada hay en la novela que salga de lo normal de una vida humana más o menos típica, más o menos privilegiada, de su época.

No hay un crimen horripilante como en Crimen y Castigo, ni una batalla épica como en Guerra y Paz, ni un amor que sobrepase los límites de lo humano como en Cumbres Borrascosas, ni tampoco una infidelidad como en Madame Bovary.

No, en Middlemarch, los acontecimientos del libro poco tienen de excepcional y, sin embargo, el libro engancha y nunca deja de interesar. Al llegar a sus últimas páginas, quedamos algo melancólicas de que todo esté por acabar pronto.

Middlemarch es un libro que reivindica, a fin de cuentas, el pequeño gran drama de lo cotidiano en la vida humana, y supone una especie de testimonio de las pequeñas miserias y decepciones, las frecuentes derrotas y escasas alegrías, de las se compone cualquier vida en esta Tierra.

Y si existe cualquier duda al respecto, George Eliot (aquella mujer brillante, dominadora de todo lo humano, luchadora y valiente, muy adelantada a su tiempo, que tuvo que firmar con nombre masculino para publicar) nos lo confirma en el último párrafo del libro, cuando se dirige, a través de los años y los siglos, al lector de hoy en día que sostiene este gran libro entre sus manos:

…pues el creciente bien del mundo en parte depende de las actuaciones no históricas; y que las cosas no sean tan malas contigo y conmigo como pudiesen haber sido, es medio debido al número de personas que vivieron fielmente una vida escondida, y que descansan ahora en tumbas nunca visitadas….”

Contar la vida escondida de las personas que acaban en tumbas nunca visitadas; no creo que pueda haber mayor aspiración para cualquier escritor de ficciones que aquella.